Debo reconocer que no tenía ni pizquita de ganas de volver. No tengo yo esa voluntad de retorno a lo ordinario de la que muchos presumen, incluso con un cierto componente liberador. Yo no. He andado por ahí y, para no engañar, me encantaría continuar cualquier periplo que me condujera a casi cualquier parte pero no se puede, que esto no lo tengo tan claro, ni se debe, que esto me lo creo solo un poco.

Suele pasarme a la vuelta que me enfrento a la colección de noticias, más o menos atrasadas, de lo que ha ido pasando y buceo un poco en ellas para encontrar algo decente sobre lo que escribir la primera columna de la temporada, que ya van unas cuantas. Cada vez es más frecuente que abandone mis obligaciones tan saturado que, al regreso, tras estar completamente desconectado de lo común, ninguna me interese lo más mínimo. Debo estar haciéndome preocupantemente viejo porque no me inquieta mucho ya la interinidad del gobierno, por ejemplo, ni la de la oposición; ni me seduce que éste parezca ser año electoral de pronto, ya veremos en otoño; ni me anima que seguro el que viene lo será; me aburren los lazos amarillos y no me engancha, aunque me enfada bastante, la locura del precio de la gasolina y de la luz, otro año más, con la misma desfachatez aprovechada de siempre. Y no, tampoco los huesos de Franco me tiran. Pero, al fin y al cabo, fíjate tú, en medio de las maldiciones habituales que impregnan internamente mi nada apreciada vuelta al tajo, resulta que este año sí me contagio con una: ya no vamos a cambiar la hora.

No tengo ni idea de cuáles son las implicaciones económicas de la decisión y, en realidad, poco me importan, para qué negarlo. Lo que yo tengo son impresiones personales contrastadas. Cambiar la hora dos veces al año me ha parecido siempre una chorrada de traca. Me desordena y, en concreto, el cambio a la hora de invierno me sacude muchísimo. O sea, que no cambiarla durante todo el año, aun a costa de ver la luz por la mañana un poco más tarde en el reloj, me parece perfecto. Y, si aprovechando el tirón, conseguimos situarnos en la España peninsular y Baleares, por fin, en nuestro huso horario correcto, formidable. Son también impresiones, pero cuando mis fugas me ubican en territorios que manejan una hora menos, me siento mejor y pierdo una hora, y también alegría, cuando la frontera obliga a mover las agujas otra vez. Ya, si además, con todo el cambio que se haga, le pusiéramos cordura a nuestro horario y pudiésemos comer a una hora decente, no casi merendar, salir del trabajo con posibilidad de vivir, y acostarnos con equilibrio, saldríamos ganando mucho.

La expectativa me reconforta en este trance amargo. Hemos vuelto, sí, qué remedio, pero quizás, al fin, ocurra algo interesante. En la espera, ya saben, si quieren, nos leemos.

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