Palabras prestadas

Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

El hambre no se ensaya

DESPUÉS de su pírrico empate a cero en el Camp Nou frente al Manchester, algunos ilusos culés se las prometían muy felices. La verdad oficial es que los ingleses en ningún momento habrían sido superiores, que sólo se limitaron a poner el autobús de Maguregui, tejer una espesa tela de araña y someter al respetable a una de esas sesiones de fútbol moderno que tanto gustan a los entrenadores y tanto aborrecemos los aficionados. La realidad es que el partido fue un tostón infumable, que los del Barça maquillaron su escasa capacidad con un improductivo tiquitaca.

El resultado del partido de ida fueron las dobles lentes, el cero a cero, extraño para un equipo que dice tener la mejor delantera del mundo. El gran Eto'o, el crac Messi, el talentoso Bojan, la estrella Henry… nadie supo abrir un hueco en la tupida defensa inglesa, como tampoco lo hicieron en partidos anteriores en liga. Y resulta mucho más extraño cuando tienen, según los críticos sesudos, la mejor línea medular, con el profesor Iniesta, con el inconmensurable Xavi, los mejores pasadores. Y una defensa estupenda y de calidad. El resultado es que antes de viajar a Old Trafford estaban a catorce puntos de la cabeza en la liga, pero soñaban con dar la campanada en el campo del Manchester. Su espejo: el "taquito" de Redondo, aquel inmenso partido del año 2000 que coronó a Raúl como rey de Europa y que puso los pelos de punta a Alex Fergusson.

Aquel Madrid, apestado en la liga, masacrado por el Zaragoza y por el Racing en casa, recuperó el trono europeo con un puñado de buenos obreros, sin otro brillo que el de Raúl y el de Redondo. Sobre esas piedras angulares se tejió una conjura colectiva que iba más allá del juego. Sólo había elementos de corrosión entorno a ese Real Madrid, pero tenían un vestuario unido, cabal, pertrechado en torno a Vicente Del Bosque. El equipo de moda era otro, el Valencia, y a la cabeza unos jugadores sobrevalorados de los que ya nadie se acuerda. Entonces los Mendieta, Piojo o Kily eran el no va más del fútbol, y se iban a merendar a los blancos en un pispás. Pero el careto que pusieron los naranjas al salir al campo en la final y los ojos de los madridistas -fieros, concentrados, brillantes- daban la medida de lo que iba a pasar. Que el Madrid hizo trizas al Valencia y puso las cosas en su sitio.

Nada de ese Madrid se parecía al Barça que encaraba el partido de Old Trafford. El entorno culé seguía empeñado en hablar de fantásticos, de menospreciar al rival llamándole pacato, minusvalorando todo un trabajo de compromiso colectivo que nace desde el propio Cristiano Ronaldo y de Rooney, que bajan a defender como el que más. Hay mucho y muy bueno en el Manchester United. No es sólo la camiseta y la historia que atesora. Es una piña, un bloque compacto con una preparación física admirable. Por eso, el Barça podía marear y marear la pelotita, hacer pases improductivos desde Iniesta a Touré, de éste a Milito, de ahí al lateral,… pero no tenían ni la velocidad ni la intensidad de juego que requiere una semifinal de la Liga de Campeones. Hace falta un extra que el Barça hace tiempo que ha perdido: se llama hambre. Y el hambre no se ensaya.

Aquel Real Madrid de Sant Denis tenía un hambre atroz, como relatan las crónicas de la época, como queda patente en los ojos de Morientes al marcar el primer gol. Los valencianistas estaban narcotizados por tanta miel recibida. Es la miel de los cuatro fantásticos, la que fue también de los galácticos de la peor época del florentinato. Si el Barcelona quiere volver a ser el que fue necesita volver a los orígenes del fútbol. Tiene mimbres suficientes para llevarlo a cabo, aunque no con este entrenador melancólico y no con una estructura deportiva que ya ha perdido su autoridad moral. Y sobre todo, es preciso que los jugadores tomen el control de la situación, que sea un vestuario y no una colección de vedettes. De lo contrario, seguirán preguntándose por qué el Madrid le saca catorce puntos en la liga, y por qué la visita a Chamartín ya resulta un suplicio.

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