Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Un final feliz

TODO final terrible y nebuloso se haya prestigiado previamente por la mala influencia de la literatura. Si una historia acaba mal, se nos queda agarrada al corazón. Si el protagonista muere, para siempre se convierte en héroe, y salimos del cine o la novela con esa sensación de impunidad que tiene siempre la vida canalla sobre el resto. El final feliz, y en esto tiene razón Muñoz Molina, no ha tenido demasiado eco en la tradición del siglo veinte. El héroe mayor ha sido Rick Blaine, un hombre que regenta un bar en la ciudad más cínica del mayor conflicto moral, también, del siglo veinte, un hombre que sólo atiende a su propio interés pero que, al tiempo, cuando deja aflorar sus buenos sentimientos, se siente obligado por la vida a renunciar a la mujer que ama por el buen fin colectivo. El heroísmo, desde entonces, ha sido renunciar a lo que se ama, y el héroe siempre un tipo como Bogart, un tipo que al final termina mal, especialmente si trata de esforzarse por los otros.

El siglo veinte ha sido el siglo del nihilismo, pero especialmente ha sido el siglo de los finales amargos. Por otro lado es cierto que la épica no se construye sin dolor, y que los buenos relatos necesitan una dosis mínima de sangre y sacrificio: Blaine no sería Blaine si no la hubiera dejado a la guapísima Ingrid Bergman subirse a aquel avión, y Casablanca no sería Casablanca, ni esa cinta un mito.

Parte del prestigio del Atlético de Madrid es enteramente literario. Tiene su imaginería mítica, como la temporada aquella dirigida por Radomir Antic en la que se conquistó la Liga y la Copa del Rey. Era aquel el Atlético de Pantic, de Penev, de Santi y del portero Toni, pero era sobre todo el Atlético de Madrid de Kiko y Caminero. Después de tocar el cielo con esa punta esquiva de los dedos, extrañada quizá de tanta suerte, el Atlético tuvo que regresar a su verdadera ética del fracaso y descendió a Segunda División, en lo que se conoció como la caída a los infiernos.

Aquel momento único, cuando el juego del Atlético era puro arte, cuando Caminero destrozó la cintura de Miguel Ángel Nadal, el tío del tenista, con un regate al borde del área que tuvo más belleza plástica y visual que la mayoría de los goles, sólo podía tener sentido con el contraste amargo de la verdadera desolación. Después, claro, el Atlético ascendió a Primera, pero ya no estaba Kiko, que se había dejado los tobillos por el césped desarrapado de Segunda, y la magia volaba en otros campos. Ahora, cuando de nuevo ocupa puestos para jugar la Copa de Europa, el Atlético enhebra un final feliz que viene a ser poco heroico, y sólo literario por extraño.

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