La extrañeza

La pregunta que se ofrece hoy es por qué nos alarmamos del frío en invierno y del calor en verano

Uno todavía recuerda los largos veranos de la infancia, con restricciones de agua y sin aire acondicionado. Recuerda también la espectral quietud de las ciudades, como si ardieran en la tarde sin fin de De Chirico. Nadie, entonces, se extrañaba de aquella situación, porque era la rueda del mundo que giraba sobre su eje y nos dejaba surtos, junto al fuego de julio y la soledad del ferragosto. La pregunta que se ofrece hoy es por qué nos alarmamos del frío en invierno y del calor en verano. Por qué, en definitiva, conceptuamos como extraño lo natural (al margen, claro, de los vaivenes del clima, fruto del hombre), siendo así que los noticieros abren sobrecogidos porque, ¡mediado julio!, hemos llegado a los cuarenta grados. ¿Alguien esperaba algo distinto?

Esto ha ocurrido también en la comida, que traslada su ámbito de la gastronomía a la farmacopea; y antes con el mero hecho de estar vivo. Freud, con su extraordinaria capacidad interpretativa, consiguió que entendiéramos cualquier acto usual como indicio de una desviación o un trauma. El maestro vienés, que tenía una espantosa aversión a las momias y se fumaba un manojo de puros cada día, encontró tiempo para diagnosticarnos una "psicopatología de la vida cotidiana", de modo que la normalidad era, en verdad, una profunda anomalía, que formaba parte de un todo pernicioso, de una monstruosidad esencial e ineludible. Ahí tienen ustedes a Su Santidad, recomendando a la muchachada que coma menos carne para salvar el planeta. Asunto muy loable y oportuno. Recordemos, no obstante, que cuando Da Vinci y Botticelli montaron su restaurante (se llamaba La enseña de las tres ranas de Sandro y Leonardo y era, digamos, casi vegetariano), la clientela no se tomó demasiado bien aquella abundancia de verdura, diestramente esparcida por el plato.

El mundo es lo suficientemente extraño y maravilloso como para añadirle esta forma de concebir la existencia, entre la patología y la clínica. Convertir cualquier hecho normal en un suceso amenazador y hostil, no es sino una tediosa e irresponsable forma de apocalipsis. Un apocalipsis a perpetuidad, cuyo fin es transformarnos en animales temerosos y sin juicio. Puede que el calor nos fulmine o puede que colapsemos tras una exigua cena. No habrá ocurrido nada, sin embargo, que no sepamos desde antiguo. El sentido común nos dirige a la sombra y al agua, hoy como en Ur y Babilonia. En puridad, este miedo a la muerte no es sino un peligroso y braceante miedo a la vida.

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