La ética exiliada

Hay una españolidad primaria, como un patriotismo sin denominación de origen, en la voz apagada de los exiliados

Cuentan que en aquel febrero de 1939 don Antonio Machado cruzaba a pie la frontera con Francia, ya enfermo y desesperanzado, como tantos. Y junto a él, su madre octogenaria, con la cabeza perdida, le preguntaba: "Hijo, ¿falta mucho para llegar a Sevilla?" Pocas fechas después, ambos fallecerían, con apenas tres días de diferencia, en una modesta pensión de Colliure, hecho del cual tuvo noticia su querido hermano Manuel por medio de un suelto en un periódico francés quince días más tarde, gracias a su empleo como funcionario de Correos en Burgos.

Así de triste es la memoria del exilio, en la que se mezclan sentimientos tan profundos, e hirientes, como la injusticia, el desamparo o la soledad. En el recuerdo de los exiliados (vienen ahora a mi cabeza, como ejemplo, las lúcidas memorias del profesor granadino Francisco Ayala) aflora siempre un cierto sentimiento de pertenencia nunca perdido del todo, y una ilusión por volver que los más afortunados nunca han dejado de agradecer. "Madre y maestra mía, España miserable y hermosa" cantará desde la lejanía Blas de Otero. Hay una españolidad primaria, como un patriotismo sin denominación de origen, en la voz apagada de los exiliados.

Nada de esto parece haber influido en el pensamiento líquido y posmoderno de Pablo Iglesias, convertido, para deshonra suya pero también nuestra, nada menos que en vicepresidente del Gobierno de España. Pero no de aquella de Franco, sino de la actual, tan imperfecta como democrática, aunque algunos sigan empeñados en recordar todo el tiempo a la primera. La comparación de la situación procesal de Puigdemont, delincuente en busca y captura por media Europa, con los exiliados del franquismo, no es ya un insulto a la memoria de los exiliados, sino también y sobre todo a las instituciones democráticas a las que, se supone, tiene la obligación de defender.

A estas alturas, nada se espera de quien por su cargo ya tendría que haberlo puesto en su sitio (fuera del Gobierno, o sea). La deriva perversa de la política española forma coaliciones de conveniencia con las que toca convivir aun conociendo la catadura moral del coaligado. Dentro de unas semanas nadie hablará de esto, y la prosaica de los días no permite ciertos debates incómodos. En un país donde un mediocre agitador cualquiera se permite insultarlo desde el escaño azul, la ética es la única que tiene razones para exiliarse.

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