Fuera de cobertura

Elena Medel

El espectador

Nombres, apellidos, una pequeña señal -un color diferente que resalte su identidad, o la palabra "niño"- que especifica si es menor de edad, si viaja con un bebé. Orígenes clasificados en un gráfico que -por la época- confundiríamos con el medallero olímpico, o con el destino veraniego de un segmento de la población; imágenes de sus familiares, y fotografías de heridos en camillas. Si han sobrevivido, conocemos también el hospital en que están ingresados, y su nivel de gravedad. Comprensible, supongo: los amigos lejanos, por ejemplo, también tienen derecho a saber. Sin embargo, a los pocos días -uno, dos, no más- ya nos desgranan el álbum personal, facilitado por no sabemos quién, y nos desvelan historias que quizá ellos sólo habrían querido para sí: una de las fallecidas comenzaba una relación sentimental, otra acababa de comunicar a los suyos su embarazo, muchos regresaban de vacaciones o empezaban a disfrutarlas.

Debiéramos saciar nuestro dolor con las cifras, las circunstancias, poco más: nos impresiona una catástrofe de semejantes características, que ocurre en nuestro país y en entornos -un avión de Spanair, el aeropuerto de Barajas, igual que un tren de cercanías y la estación de Atocha, o un vagón del metro de Valencia- que consideramos seguros, pensando que esos asientos podríamos ocuparlos nosotros, o los nuestros. Sin embargo, esa identificación no puede permitirnos acelerar y traspasar la línea del respeto, hurgar en las heridas ajenas, multiplicar nuestra capacidad voyeur para conocer las vidas de quienes ya no las tienen. Si ellos no están, ¿quiénes somos nosotros para irrumpir en sus historias, igual que si invadiéramos sus casas?

Este viernes, en el aeropuerto, nos tocó soportar en la cola para el embarque a tres tipos desgranando chistes sobre el accidente; el resto de pasajeros optó por subir el volumen del reproductor de música, sumergirse en un libro, charlar sobre el tiempo con el de atrás. Imagino que ninguno estaba dispuesto a armar jaleo con semejantes especimenes, o que el temor a volar podía con nosotros: nadie les reprochó su mal gusto, ninguno deseó que se tropezaran con la escalerilla o que les sentaran mal los frutos secos. La llegada a Barajas provocó un concierto de llamadas telefónicas anunciándonos sanos y salvos. Eso -uno mismo, su entorno, y paramos-, es lo que debe importarnos: no transformar a las víctimas en atracciones de feria, no convertir la tragedia en espectáculo.

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