Uno ha salido por ahí de vez en cuando y, al aproximarse el momento de querer huir de este calor atroz, recuerda que en los otros sitios del mundo no siempre se habla como el tal uno y, claro, conviene tener el detalle, en la medida de las posibilidades de cada cual, de intentar hacerse entender en la lengua que toque, por respeto a los del sitio y por inquietud, posiblemente insana, de quien quiere que le comprendan. Querer hablar para comunicarse, que es lo de que se trata al fin y al cabo.

Igual que muchos, uno, otra vez, pierde la perspectiva de lo que le es propio por tocar eventualmente lo foráneo. Y en la pérdida de esa perspectiva, que no quita la bondad de practicar la comunicación en otra lengua, no se percata de que la suya es un lujo. Esto ocurre con frecuencia. Olvidamos, olvido, que tenemos un patrimonio adornado con la suerte inmensa de hablarlo desde pequeños, sin conciencia de aprenderlo, con costumbre al usarlo; un idioma que es puntero en la vanguardia de nuestros días y un tesoro en la historia que compartimos. Una misma lengua que une a cientos de millones de hispanohablantes en el mundo y que convoca a su protección, a su cuidado, a su expansión y a su orgullosa reivindicación en todos los planos: por supuesto, en las artes y la literatura, pero también en las relaciones económicas y sociales de lo internacional. Sin miedo a nada y sin avasallar a nadie, pero con la contundencia de saberse que no estamos en un segundo plano respecto a ninguna otra lengua, por mucho más fácil, más aparentemente práctica o más comercial que pudiera parecer.

Cada vez que presumimos de la lengua que hablamos, del uso que le damos al escribir, de las palabras que expresan nuestros pensamientos o nuestras emociones, estamos haciendo patria de la buena. Y no es una patria concreta, encerrada en una frontera contingente o sometida a una bandera eventual, sino una patria global que justifica una manera de ser y sentir lo cultural, diversa pero troncalmente enraizada; una forma de comunicarse que hunde su fundamento esencial en una rica colección de ejemplos históricos de la razón, del saber y del gusto por lo bello, pero que avanza como factor de desarrollo desde la identidad y como una herramienta que cohesiona. Es una patria intangible formada por los seres humanos que nos comunicamos en español. Y eso representa, nos representa, hasta sin saberlo.

El español de España, con todas sus variantes que lo enriquecen; el de América, con las particularidades de veintidós países diferentes que se saben hermanados y lo convierten en universal; y el español de opción, de quienes, con otra herencia diferente, tan valiosa como esta, lo multiplican y engrandecen es una riqueza para repartir. Así que cualquier uno por ahí fuera hará bien en agradar hablando lo que sea. Y es magnífico. Tanto como saber que el sueño nos lo reservamos en español.

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