Se trata de uno de los sentimientos más difíciles de enjuiciar moralmente. La pregunta sobre si el deseo de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama -que de este modo la define el Diccionario- constituye un desorden del espíritu o, en cambio, ayuda en el camino que a cada cual incumbe, no ha recibido nunca una respuesta unánime. Así, el duque de la Rochefoucauld, ejemplo de los que quisieron ver en ella una cualidad imprescindible, afirmó su carácter vivificador, eficaz frente a la moderación que, a su juicio, conduce a la languidez y a la pereza. En el extremo contrario, el poeta Young, siempre sombrío y melancólico, dejó dicho que el ambicioso se cree el hombre más distante de la esclavitud, siendo, sin duda, el más esclavo. De ahí su dictamen lapidario: "Sólo quien nada espera es verdaderamente libre". Entre ambas, se encuadran numerosas opiniones parciales, dubitativas, matizadas, que evitan entrar en el fondo del problema.

Tal ambivalencia no es patrimonio exclusivo de los pensadores. En las relaciones diarias, tampoco la sabiduría popular parece tener un criterio cierto. Tan pronto reprocha duramente a quien manifiesta su carencia, grave pecado en el tiempo del éxito y de la competitividad, como fulmina al que, poseyéndola, no la disimula. Nos encontramos, pues, ante un sustantivo agridulce que, según las circunstancias, sirve para enaltecer o apercibir, un vicio que, en frase de Quintiliano, puede engendrar virtud, o a la inversa, que tanto vale.

Y es que cuando ennegrece de codicia o se obsesiona en el incalmable afán de la avaricia pierde toda bondad de propósito. Muy al contrario, cuando fundamenta y alarga aspiraciones, concreta esperanzas o genera, al servicio de uno mismo y de los demás, una constante motivación, se convierte en fuerza indispensable de superación y progreso.

Quizá el secreto esté en la medida. La ambición se asemeja a una planta necesitada de rigurosa poda para no proliferar sin control. No es casual que se denomine también "ambiciosa" a la hiedra que se abraza y trepa; y queda de la mano prudente del jardinero que su feracidad acabe embelleciendo desnudeces u ocultando soles. Reconozco que es oficio penoso en un mundo que adora la exuberancia y encumbra la desmesura. Pero, por si alguien anda buscando tijeras, aquí van estas que rescaté del refranero: "No subas para bajar, ni bajes para subir". Con eso y la franqueza de los espejos entiendo que bastaría.

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