Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

El entierro de Peter Pan

VIENDO el pasado lunes la multitudinaria presentación de Cristiano Ronaldo como nuevo jugador del Real Madrid, por esos extraños mecanismos que uno no llega jamás a comprender ni a controlar, la difunta y sinuosa silueta de Michael Jackson ocupó buena parte de mis pensamientos. Tal vez me acordara del cantante porque lo que en esos momentos estaba viviendo el futbolista portugués, él lo vivió y disfrutó durante años, muchos años, cuando todos le conocían como El Rey del Pop. Michael Jackson jamás tuvo infancia, no una infancia como la de cualquiera de nosotros. Muy pronto descubrió -o le descubrieron- que su futuro pasaba por estar sobre un escenario bajo los focos, frente a las miradas de miles de ojos. Y sobre un escenario llegó a ser el más grande, el Rey, y hasta tuvo su corte o palacio -o parque temático-, Neverland, en clara referencia a su soñado paraíso de dibujos animados. Mis amigos y yo nos pasábamos las horas frente a aquella tienda de discos que había en la calle Góngora, que fue la primera en colocar en su escaparate uno de aquellos gigantescos videoproyectores de imagen granulada y borrascosa que por entonces eran la quinta esencia de la tecnología y que se vendían a precios desorbitados, sólo al alcance del bolsillo de unos pocos elegidos. Allí, frente a aquel escaparate de esa tienda de discos que ya forma parte del recuerdo -o del olvido-, descubrimos a Michael Jackson, gracias a ese prodigio de videoclip rodado por John Landis, con cameo del terrorífico Vincent Price, y que ya forma parte por méritos propios de la iconografía cultural contemporánea. Con la nariz pegada al escaparate, mis amigos y yo pasábamos las horas viendo una y otra vez Thriller, Billie Jean o Beat It, y, posteriormente, como correspondía, tratábamos de repetir el eléctrico de Jackson, un efecto que sólo han conseguido el malogrado cantante y las películas de Bruce Lee -o las de cualquiera de sus discípulos.

Thriller siempre marcará un hito dentro de la historia de la música por muy diferentes motivos: por ventas, por concebir el videoclip como una expresión artística más, por permanencia en las listas, etc. Pero la gloria es perecedera. El final de Michael Jackson guarda un evidente parecido con el de otro gran mito del siglo XX, Elvis Presley. Los dos fueron reyes, los dos fueron iconos, modelos, los dos se zambulleron en un mar de fama y éxtasis, y los dos se refugiaron, solos y acorralados, en sus excéntricos y fastuosos palacios -Graceland y Neverland-, tal vez los lugares perfectos donde esconder su decadencia tanto física como creativa. Los dos, igualmente, murieron en verano, y los dos han dejado una leyenda negra de datos inconcretos, pastillas y pelucas, y de supuestas obsesiones/fijaciones sobre las que ya ningún juez podrá dictar sentencia. Puede que consciente de estas similitudes, Jackson trató de emparentarse con la hija de Elvis, Lisa Marie, tal vez obsesionado con ser el padre del Príncipe del Pop, el Rock y lo que hiciera falta. Jackson, como Elvis, ha muerto instalado en las sombras de la Luna, en ese lado sin luz que nunca vemos, situado a miles de kilómetros de la gloria. Aún así, su entierro -o lo que fuera aquello- en donde Gasol cuela las canastas cabe considerarse como la última y multitudinaria actuación de Michael. Una coincidencia más que apuntar, con respecto a Elvis Presley.

Tal vez necesitamos instalar en nuestro firmamento estas estrellas que el Big Bang no quiso construir en su momento. Estrellas de luminaria intensa mientras le dura la carga de la pila que alimentamos con nuestra admiración/devoción/obsesión. Estrellas, como Michael Jackson, que son un punto de inflexión, una diferencia dentro de lo convencional, un instante de ilusión. Me acordé del Rey del Pop mientras el nuevo Rey Blanco hacía acto de presencia en su estadio. Un Rey Blanco, Cristiano, acompañado del que fuera Rey Negro del balompié mundial, el genial Eusebio, vivo ejemplo de lo efímero, del poder de los años, que siguen ganando la batalla contra todos y todo aunque nosotros nos empeñemos en lo contrario. Michael Jackson pasó buena parte de su vida intentando no dejar de ser el niño que nunca fue. Como Peter Pan, quiso que Neverland fuera su paraíso, su infancia eterna y artificial. Tal vez Michael Jackson descubriera que la verdadera gloria sólo les corresponde a los niños.

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