El juez Emilio Calatayud es un tipo intenso y pesadote, de otro tiempo. Juez de Menores en Granada, ha cobrado fama en los últimos años por sus sentencias y es habitual tropezarse con vídeos de conferencias suyas en las redes, ver sus libros en los escaparates o que su rostro de actor secundario de western, rostro curtido quizá por los vientos alpujarreños, se nos aparezca por televisión. Calatayud, ya digo, es intensito, a qué negarlo, y a veces parece como que te persiguiese, como aquellos viejos curas de la infancia a los que te encontrabas cada dos por tres por la calles del pueblo y que siempre te decían que te portases bien y que estudiases antes de darte un par de collejas leves entre afectuosas y admonitorias. El juez Calatayud es así, una especie de cruzado contemporáneo, aunque si uno lo escucha con cierta atención tarda poco en darse cuenta de que a menudo lleva más razón que un santo. Su lucha por dotar de autoridad y herramientas a madres y padres, por defender la infancia de los fantasmas que la corrompen y por combatir las lacras educativas de la actual sociedad tiene por ello su mérito, que justifica su éxito. Calatayud, por ser pesadete y por esa defensa de la autoridad de los padres en estos tiempos aciagos, tiene sin embargo sus enemigos, sus odiadores. Gente que defiende otras perspectivas más buenistas, fieles militantes de lo políticamente correcto y del mundo flower, del irreal mundo happy, que ayer salieron en tromba cuando Calatayud cometió la imprudencia de decir en TVE que algunas niñas se visten a veces "como putas". Justo después de decirlo, el juez trató de justificar la bizarra metáfora y pidió que se entendiese bien, aunque comprenderlo lo comprendimos todos. Sus odiadores tardaron entonces bien poco en zurrarle, como no podía ser de otro modo porque Calatayud se equivocó y mostró debilidad al hablar en la tele como si estuviese de feria con sus compadres. Mal día el del juez, pero no creo que se pueda, por este fallo, negar la labor de este señor al analizar y dar ideas sobre asuntos fundamentales de nuestro tiempo, como la educación y la familia; temas que en la agenda política se tratan de forma superficial y a menudo interesada y doctrinaria. Prefiero quedarme en fin con un solo Calatayud, por mucho que a veces no esté de acuerdo, por mucho que pueda resultar pesadote como un polvorón, por mucho se le vaya la pinza un día, que con toda esa legión de gentes políticamente correctas y filosóficamente blandas. Todos esos que ayer gritaban, cual monjas decimonónicas y falsamente castas, "¡Ha dicho putas! ¡Calatayud, ha dicho putas!" mientras se frotaban oscuramente las manos.

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