Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

En defensa de los galgos

TIENEN una presencia del espíritu que se hace transición hacia lo íntimo, un adelgazamiento del perfil que se hace eco de tiempo y gana tiempo. Los galgos, y la mirada limpia de los galgos, son una garantía del corazón, una nobleza grácil que se afina, que se hace concisión de calma frágil. Los galgos, que han sido perros de carreras, perros aristocráticos y álgidos, mascotas de Scott Fitzgerald y del Gatsby real, que los amaba, han corrido hacia el limbo de un horror que luego nos sorprende en el verano, que se hace pesadilla en el verano, la peor estación para los perros, su peor sufrimiento y su condena en una sociedad que no merece todos los animales que abandona. El verano interior, su versión tórrida, es una ejecución de la bondad.

Hay pocas indignidades mayores que abandonar los perros al llegar las vacaciones. Lo hemos dicho ya: en diciembre, cuando los niños piden su cachorro, las tiendas de animales se llenan de los padres que buscan el peluche para el niño. Y los peluches, ahora casi perfectos, casi vivos, pueden conseguirse a muy buen precio en cualquier juguetería. La gente se compra perros pensando que son peluches, porque hay mucha gente tonta por el mundo, y luego se sorprenden porque el perro caga, mea y ladra, y además es un estorbo en vacaciones. Es entonces cuando esta gente, o esta gentuza, que ojalá esté leyendo esta columna y se vea retratada en su inmundicia, deciden que es momento de largarlo y lo dejan al aire de su suerte en cualquier autovía, a ver qué ocurre, en la ruleta rusa del verano a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Y resulta que un gato, dejado así a su suerte, puede sobrevivir: un perro no, un perro se muere, anda buscando al dueño hasta que encuentra un atropello. Sin embargo, hay destinos peores, que en España tienen que ver siempre o casi siempre con los galgos. Porque los galgos, cuando ya no son útiles, cuando acabó la caza y su albedrío, aparecen quemados en los campos españoles, quemados los cadáveres y ahorcados, que es una forma turbia de morir, perfeccionada en un asesinato que luego nunca tiene consecuencias, porque cómo encontrar a los secuaces de semejante crimen.

En las protectoras de animales españolas envían los galgos a Alemania o a Bélgica, porque aquí se precisan, por la caza, galgos para el monte, y a veces se les da el peor final. A esta gente también habría que ahorcarla, al menos un segundo, porque no he conocido animales de honestidad mayor y más hondura, de una poesía interior, verdad primera, como los galgos, esbeltos y bellísimos, bravíos y suaves, como Pacheco, el galgo de Romero de Torres, y merecen un trato humano más leal. Que este verano vivan, que todos sobrevivan.

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