HAY que poner el acento en la culpa de la enfermera que se confundió de sonda y causó la muerte del pequeño Rayan o en las deficiencias estructurales y organizativas del sistema de salud? El dilema, azuzado a la vez por el corporativismo y la elusión de responsabilidades, apunta a posiciones irreconciliables que obligan a elegir. O una cosa o la otra.

Sin embargo, el sentido común invita a no ser tan tajantes. Es una evidencia que la muerte de Rayan -que era la única ilusión de una familia azotada por la tragedia- se produjo porque una persona en concreto, la profesional contratada para velar por su salud, cometió una negligencia terrible, que la perseguirá mientras viva. Por mucha perfección que alcance la técnica en cualquier actividad y por muchos medios materiales con que se cuente para realizarla, si el factor humano falla no hay nada que hacer. Es cuestión de destreza, profesionalidad, atención, cuidado y estado de ánimo. Rehuir esta responsabilidad individual, tan obvia y reconocida en el caso del que hablamos, sería tanto como abrazarse a aquella inhibición dolosa de la que hablaba Simone de Beauvoir: nadie es un monstruo si lo somos todos; ninguno es culpable si la culpabilidad es colectiva.

Ahora bien, el trabajo de la enfermera de Rayan, todos los trabajos, se hacen en determinadas condiciones, y algunas de ellas influyen decisivamente para que se haga bien o se haga mal. Pero sólo se habla de esas condiciones cuando se produce una desgracia que conmociona, temporalmente, a la sociedad. Como ahora. Es ahora cuando se ha sabido que faltan muchos profesionales de la enfermería en los hospitales, que sus organizaciones profesionales vienen demandando que se implante la especialización y el sistema de prácticas (como los MIR en el estamento médico) para evitar que alguien sea enviada sin experiencia a una UCI de neonatos o que existen desde mecanismos simples a instrumentos sofisticados para imposibilitar el error que mató al bebé marroquí en el hospital Gregorio Marañón. Más de sesenta enfermeros de dicho centro alertaron a la dirección de la grave repercusión asistencial que estaba generando la disminución de personal cualificado en dicha unidad. Fue en junio de 2008, más de un año antes de que esa repercusión adquiriese el perfil trágico que ahora tiene.

De modo que si no vale escaquearse de la responsabilidad personal de uno en sus actos imprudentes o temerarios echándole la culpa al sistema en general y a la autoridad inconcreta, tampoco es de recibo que se designe un chivo expiatorio que cargue con las consecuencias de una actuación que tal vez no se habría dado si el sistema y la autoridad le hubiesen proporcionado más medios, formación y apoyo.

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