Palabras prestadas

Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

El crisma de Parody

EN esas horas dudosas entre las siete y las once de la noche de Nochebuena, en el tiempo en que el pavo termina su cocción y los langostinos viven su transformación de la piedra de hielo al manjar para los sentidos, el teléfono móvil era el año pasado un hervidero de dobles mensajes, de vibraciones en el bolsillo, de medias sonrisas y buenos deseos. Pero este año ha sido muy distinto. Primero pensé que mi acusado laicismo estaba pasándome factura -nuevamente-, como si toda mi agenda de contactos tuvieran señalada mi escasa propensión a la fe. Pregunté a mi entorno más cercano, católicos y no tanto, y todos han notado este año la escasez, la reducción drástica de esa manera de felicitar la navidad. Pero además, este año he notado cómo las palabras "Feliz Navidad" cuestan salir de los labios, y sólo los dependientes de las tiendas de barrio y los más viejos cumplen fielmente la cantinela. Debe ser que la gente tiene la cabeza en otro sitio.

Sea como fuere, preferimos invertir los escasos céntimos de un SMS en comida. Tampoco hemos recuperado la costumbre del papel impreso. Parece que sólo las empresas y los organismos oficiales recuerdan la costumbre de enviar crismas. Unicef, por ejemplo, ha señalado que este año han vendido un 25% menos de papel, y eso tiene una traducción bastante incómoda. Al fin y al cabo, era una manera de justificarnos, de darnos mutuamente una palmadita en la espalda, sabiendo que ese cartoncito era un apoyo a un desdibujado tercer mundo. Pero después, y al fin y al cabo, nada, un gesto dickensiano, unos pocos céntimos de una caridad que este año ni siquiera ha superado la barrera de la crisis. Cosas de la naturaleza humana.

Lejos de toda esa chatarra compasiva, todos los años, por estas fechas, recibo una postal amiga, un recordatorio para el año que se acerca. Llega en formato de diez por veinte, metida en un sobre, con mi nombre y el de mi mujer, autografiado de puño y letra. Son los Crismas de Parody. Forman parte de mi vida como las tartaletas de ensaladilla de mi padre. Son esos iconos por los que uno desea que lleguen estos días. Él las prepara una a una, a mano, presentando un motivo, un poema visual, una pequeña intervención elaborada desde lo pequeño, desde lo íntimo, a un círculo cada vez mayor de confianza. No sólo es la familia directa, es también todo ese nutrido tejido de amigos que estamos también un poco locos por lo mismo. Algo más que un guiño sentimental, una reivindicación singular, una invitación a compartir el arte desde la complicidad, desde el mensaje al oído.

Uno a uno, Parody va fabricando cada tarjeta, singularizada para cada destinatario, con unas palabras en el dorso que no son gratuitas. Cuando llegan al buzón, ocupan una sonrisa. Se quedan a vivir por unos días en la mesa donde dejamos las llaves de casa. Saltan de la atonía de las cartas de banco y se instalan con un imán en el frigorífico, en el corcho donde tenemos los dibujos de los niños, o entre las solapas de un libro. Yo las iba dejando bajo el cristal de la mesa camilla, y podía comprobar cómo pasaban los años toda vez que la vida iba amarilleando cada uno de los papeles. José María, me confiesa, que hay quien la recibe como la lluvia en el desierto, como el único enlace afectivo que les une a estas fiestas proclives a la tristeza.

La cultura no es un capítulo en el desglose de inversiones. La cultura es la emoción comunicada, intimidad cómplice, un gesto primario, una mirada oblicua y distinta de las cosas. Cultura es esa carta que llega a mi buzón, sin esperarla, ese poema sin intermediarios financieros que me desea un año mejor que el que dejamos en la recámara. Ahora he sacado mi postal del sobre y la he guardado dentro de un libro de 800 páginas que estoy leyendo, "La Chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina". Al ritmo que voy, con dos niños y un trabajo, es posible que el crisma me acompañe varios meses.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios