Afinales de febrero, un grupo de asociaciones españolas, secundadas políticamente con posterioridad por IU, ICV y ERC, ha presentado querella criminal, ante la Audiencia Nacional, contra las tres grandes agencias de rating mundiales (Standard & Poor's, Moody's y Fitch), por entender que sus actos han podido incurrir en los delitos de maquinación para alterar el precio de las cosas y de uso de información privilegiada en beneficio propio.

No es la primera vez que se intenta y siempre con resultado decepcionante. En Japón, en Estados Unidos, en Gracia o en Alemania han surgido iniciativas similares que, en el fondo, vienen a constatar la enorme fuerza que han alcanzado estos presuntos evaluadores independientes y la influencia decisiva que sus "opiniones" -así las consideran los tribunales- están teniendo en el origen y en el desarrollo de la crisis. Frente a ellas, gobiernos y particulares se sienten inermes.

El invento, en principio, es bueno. Dada la complejidad de los modernos mercados financieros, el inversor necesita acudir a especialistas (a las agencias de rating principalmente) que se encargan de enjuiciar, con un lenguaje sencillo, la fiabilidad de los productos. Pero la mecánica chirría cuando tales intermediarios de la información yerran estrepitosamente en sus pronósticos (ocurrió en casos señalados como los de Lehman Brothers, Enron o Goldman Sachs) y los afectados comprueban que nada pueden hacer contra ellos. Lo mismo pueden decir países y operadores financieros cada vez más impunemente dañados en su prestigio por sus estrafalarios e inoportunos informes.

La razón del mal estriba, creo, en su particular forma de operar. Estos árbitros cobran, y mucho, de los emisores, es decir, de los eventuales examinados, haciendo crecer la sospecha sobre la certeza y la intención de cuanto pronostican. En ocasiones, en cambio, diríase que no resisten la tentación, porque quieren, pueden y les resulta más provechoso, de participar en el partido. Si se tiene en cuenta, además, que constituyen un verdadero oligopolio (las tres agencias citadas controlan el 90% de la actividad), comprenderán su posición decisiva en el juego diario de los mercados.

Plantean, lo apunté antes, el inasumible inconveniente de su irresponsabilidad. Todo ese gigantesco poder está fuera de control. Nadie ha conseguido, hasta hoy, anudar consecuencias jurídicas a sus, repito, teóricas "opiniones". Pueden tumbar naciones o imperios empresariales, pero ni tan siquiera conocemos los criterios que utilizan para formular sus oráculos. Auguro, pues, un corto recorrido -"el negocio está montado así", señalan sus múltiples y resignadas víctimas- a la quijotesca reclamación española. Aunque presiento, y ojalá acierte, que ya va quedando menos para que David logre introducir algo de rigor y de cordura en la cabeza displicente de tan intocable Goliat.

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