Habrán notado, digo yo, que esta columna ha pasado bastante esta vez de la campaña electoral. No ha sido por indolencia con lo que pueda ocurrir desde hoy en esta tierra, sino por una falta de ganas tan grande como la tensión pública por estos comicios, apabullante como han podido comprobar. Hacía tiempo, mucho tiempo, que no vivíamos una campaña tan insulsa, tan anodina como ésta. Salvo algunos destellos hilarantes y dos o tres apuntes inteligentes en los ultimísimos días, movidos ocurrentemente por redes sociales o, más pegados a una tradición ya casi olvidada, por teléfono móvil, poco que destacar. Prácticamente nada.

Ahora, una cosa es que me haya mantenido como un observador deprimido del combate y otra, que no me haya acercado al ring. De hecho escribo esto minutos antes de cumplir con mi obligación cívica y acudir a votar, como he hecho cada vez que se me ha convocado desde que cumplí los dieciocho. Siempre he tenido opinión. Muchas veces ha sido una opinión militante y otras ha sido más independiente, sujeta solo a la reflexión concreta de ese momento y, sobre todo, de su proyección al futuro. No he votado nunca pensando exclusivamente en lo que se ha hecho. El elemento determinante de mi decisión ha sido siempre lo que se fuera a hacer. No me refiero al cumplimiento de los programas electorales (uno tiene una cierta edad ya para que le tomen demasiado el pelo) sino a la percepción sobre lo que se va a hacer y las sensaciones que los candidatos y los partidos ofrecen sobre esas ambiciones. Está claro que lo que se ha hecho y lo que son referente para ofrecer ciertas garantías pero no para mucho más. Importa lo que venga.

Eso me lleva a tener esta última reflexión: las encuestas predijeron que ganaría Susana con una segunda posición disputadísima. Pero, al mismo tiempo, casi un sesenta por ciento de los encuestados quería cambio de gobierno. Algo no cuadraba: si había esa pulsión de cambio, no se entendía bien la predicción; si la predicción era cierta, no era coherente con la voluntad de cambio. Salvo que nadie supiera qué carajo es lo que íbamos a votar y por dónde venía el vendaval.

Hoy ya se sabe qué ha pasado. La cosa no ha estado en la campaña, ni en lo de ayer, sino que va a estar en la compaña. Los resultados sorprenden porque el cambio que parece poder llegar es de mayor complicación que una prevista continuidad con muleta. Las urnas las carga el diablo, amigos. Participación baja por una campaña pretendidamente plana que dan pie al hastío, marcado en votos de radicalidad, hasta anteayer inútil, dijeron los hacedores del divorcio. Geniales. Torpes, lentos, idiotas. Les dieron paso y bola. Ahora, llamar a la responsabilidad de la moderación puede resultar una quimera. Y el tajo, pendiente.

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