Junto a la célebre expresión fútbol es fútbol o a aquella otra de noventa minuti en el Bernabeu son molti minuti -aunque me duela, hay que dar la enhorabuena aún con retraso a los madridistas-, el dicho futbolístico más manido es aquel que dice que no hay enemigo pequeño. Un clásico después de una derrota estrepitosa del favorito. En política, al menos en España, la cosa era diferente. Los enemigos o eran gigantes o no existían. El bipartidismo triunfaba -yo lo añoro, todo hay que decirlo- y dentro de los partidos los aparatos sofocaban con suma facilidad cualquier conato de rebelión e impedían, unas veces por las buenas y otras por las malas e incluso muy malas, que nadie se subiese a las barbas -y no me refiero a las de Rajoy- del líder. Ese tiempo se ha terminado y hay quien no quiere asumirlo.

Hasta el domingo electoral creía que la principal causa por la que Susana Díaz había perdido en su enfrentamiento con Pedro Sánchez por la secretaría general del PSOE era el elogio excesivo hacia ella de quienes jamás han votado al Partido Socialista ni tienen mayor intención de hacerlo, lo que la situaba como la candidata de la derecha, imagen de la que en ningún momento consiguió zafarse ni evitar. Hoy nadie cree tal cosa. Las causas hay que situarlas en la dolorosa y difícil decisión de asumir el papel de verdugo de Sánchez, en lo chapucero del procedimiento elegido, en sus desacreditadas compañías zapateriles y en su flagrante falta de humildad y evidente soberbia -su comportamiento tras la derrota fue un cúmulo de errores-, pero, sobre todo, en que su valoración de la situación del partido y de la sociedad era equivocada, fruto de un análisis obsoleto: Susana, pese a su juventud, es una política vieja, superada por la realidad e incapaz de entender que su tiempo es ya pasado y camina hacia la madre de todas las derrotas.

La crisis de gobierno de esta semana es una muestra palmaria de todo lo anterior. Un gobierno creado para atrincherarse en Andalucía, tratando de conservar su parcela de poder, pero que evidencia su voluntad de no apostar por la unidad, sino de dinamitar todos los puentes con Madrid, en una conducta que provocará no sólo la división interna sino que Sánchez contemple complacido la pérdida del poder en Andalucía, que acabará por apuntalar su liderazgo. Nadie puede dudar de que estamos ante el canto del cisne del socialismo andaluz y que se abre una etapa para un cambio cada vez más necesario. Imprescindible, incluso.

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