Yo he tenido mucha suerte y cuento por bastantes ocasiones en que personas extraordinarias, por una razón u otra, han cruzado sus caminos con el mío. Escribo que eso es un fantástica suerte, incluso a pesar de uno mismo, e incluso, también, de estas raras especies, porque no es infrecuente que en este mundo casi siempre empache la convivencia prolongada con tipos que andan a otra velocidad.

Bueno, cuento el trasunto de uno, según yo lo interpreto. Hace unos cuantos años lo conocí por otros foros donde ambos intentábamos abrir espacios de oxígeno. Y entre tareas de simple gestión y sesiones de tormentas de ideas, se escaparon algunos cafés, unas cuantas cervezas y ciertas conversaciones sobre cuestiones de fondo en un escenario netamente superficial, fuera de todo pronóstico al fin y al cabo, que nos sedujeron. Como es lógico y normal, la búsqueda de oxígeno acabó premiándonos, a este muchacho, a mí y a una legión desordenada de incautos, con un cargamento especial de dióxido de carbono, o como carajo se llame ahora, que nos obligó a reinventarnos con más voluntad que acierto. Yo volví a hacer lo que hago y el otro se marcó un reseteo integral y se fue a recoger aceitunas. Tal cual.

El tiempo pasó y, aunque no perdimos del todo el contacto, no nos vimos con la misma frecuencia porque los plazos procesales no son los mismos que los de las cabañuelas. No obstante, conservamos una tradición singular consistente en procurarnos un desayuno estival a base de huevos, bacon, salchichas, café, zumo de naranja (y de cebada también) cerquita del mar un mañana de agosto. En uno de éstos, se me ocurrió una idea para sacarlo del abatimiento del campo, porque el tipo seguía, sangrante, en la técnica de vapulear olivos pero no se la comenté hasta unos meses después. Yo creía, equivocado, que el campo era un lugar inhóspito y le ofrecería la liberación. Supe pronto que siempre fue libre.

Para pensar fuera de tiesto, el sujeto se calzó unas botas, forzó el dobladillo de sus pantalones y vistió unas corbatas irritantes. Armó una revolución. El batiburrillo que montó fue una de las experiencias más interesantes de mi vida profesional y, sin resultados concretos, aprendí lo bueno que es tener al costado un aliciente de superación al mismo tiempo que una máquina de ideas que necesariamente hay que controlar porque el mundo no entiende de intenciones.

El individuo anda ahora en temas distintos a los que nos retrataron entonces pero ha vuelto a caer una cerveza común sin distancia, que he agradecido y disfrutado. Sigue igual: insolente y brillante, tratando el negocio intelectual de la misma forma que si varease un olivo: con la precisión matemática del enigmático e irremplazable número pi. Y me temo que cualquier día vuelve.

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