Veredas livianas

Noelia Santos

nsgemez@eldiadecordoba.com

Lo bonito de la muerte

Cada vez que se acerca el 1 de noviembre me invade una sensación de nostalgia y tradición

Lo bonito de la muerte no tiene nada que ver con morirse, imagino. Cada vez que se acerca el 1 de noviembre me invade una sensación de nostalgia y tradición que se parece mucho a la que siento cuando llega Navidad o la mañana de Reyes. No relaciono el Día de Todos los Santos con aquello que se le presupone, algo de tristeza y mucho de nostalgia por acordarse de todo.

A mí todo esto me lleva a noviembres más fríos que los actuales, en un Ibiza rojo camino del pueblo de mi padre. Primero visita a la familia que sentía más ajena que propia y luego camino del cementerio. Allí veía a mis tías afanarse con la tumba de mi abuelo, colocando esas flores compradas con gusto días antes. Miraba alrededor y observaba detenidamente las fechas de nacimiento y muerte de las lápidas, calculando con los dedos con cuántos años habría pasado al otro lado la criatura y horrorizándome cuando la cifra daba pocos más años de los que yo tenía por aquel entonces.

Después vuelta al Ibiza y parada para comer algo a media mañana en el bar de la salida del pueblo. Luego, a otro cementerio. El mozo alquilando escaleras y un camino que ya con esa edad me sabía de memoria. Mis tías, de nuevo, sacaban lustre a la lápida de mi abuela, le pintaban con pintura blanca las letras de su nombre. Mi padre iba a por agua, con colas en la fuente más cercana, para dar brillo a la Virgen de los Dolores que coronaba ese nicho bajo donde ahora las flores frescas desentonaban con las escombreras llenas de corcho pasado.

Tras esto nos dábamos un paseo por el cementerio para visitar a unos y a otros y a mí me encantaba fascinarme con una lápida sobre la que habían colocado dos cigarros (in memoriam) que nadie robaba y detenerme en los mausoleos de los más pudientes (y ostentosos) donde las familias se llevaban hasta la comida y los ramos de flores y las coronas no me dejaban calcular la edad del finado.

Nosotros no comíamos en el cementerio, menos mal, sino que pedíamos pollo asado y mi tía hacía ensaladilla y parecía aquello de las películas cuando se muere alguien y luego se ponen a comer, pero todos los años, así seguido. Y de postre, o casi de cena porque allí se comía tardísimo, gachas. Lo bonito de la muerte no tiene nada que ver con morirse, sino con todo esto.

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