Los bárbaros

No sería muy oportuno añadir, a los odios autóctonos, este terror foráneo al emigrante

Ya ven ustedes, en la Antigüedad, el azul era el color de los bárbaros y ahora es el color de la pulcritud y la eficiencia. En los años 30-40 del siglo pasado, el amarillo era el color de los perseguidos (las ominosas estrellas que delataban al judío) y hoy es el color de los persecutores, que hostigan, injurian y persiguen a quienes no opinan como ellos. Lo que no ha variado es el miedo al bárbaro, ya sea el bárbaro que rinde sus ambiciones en las Termópilas, ya el huno que declina devastar Roma ante León I, ya el Judío Errante, Ashaverus, en marcha desde hace dos milenios, ya el español que degrada la raza catalana, ya la juventud exhausta que llega a nuestras fronteras, como al viejo limes imperial, soñando acaso con la civilidad y el brillo de los mármoles. De ahí que no hace mucho dijéramos que, en cuanto a política migratoria, no era buena idea prestigiarse con un rescate, como hizo el Gobierno Sánchez, mientras el mar de verano se llena de ínfimas barcazas fletadas por las mafias.

Ahora, la política se ha visto copada por este tema de la inmigración, y es de ver cómo Gobierno y oposición se acusan de usar electoralmente un asunto de gravedad extrema. La gravedad, sin embargo, no procede tanto del número de emigrantes que lleguen a las costas españolas, cuanto del miedo que este desembarco suscite en la población nativa. En este sentido, Gobierno y oposición harían bien en adoptar una política conjunta (una política realista, cabría añadir), si no quieren que sea el miedo al extranjero quien dirima la próxima campaña electoral. Esta misma invención del Otro, esa misma apreciación temerosa de lo diverso, es la que lleva copando la actualidad catalana y la vasca desde hace décadas (tanto que habría que remontarse al siglo de Sabino Arana y Prat de la Riba). De modo que no sería muy oportuno añadir, a los odios autóctonos, este terror foráneo al emigrante, cuando sabemos, además, que España necesita una buena porción de trabajadores extranjeros, y unos sueldos más altos, si quiere mantener a salvo su sistema de pensiones.

La otra opción, como ya se ha dicho, es ésta de reducir la política española a una cuestión secundaria, y dramática, como la política migratoria. Asunto del cual no puede esperarse nada inteligente. Y desde luego, nada noble. Obsérvese al nobilísimo perito en razas y extranjerías, don Quim Torra, y determínese luego si ése el camino adecuado para obviar la estupidez y la barbarie.

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