Hoy me sentiré un poco raro, porque cuando ando por aquí, que suele ser muy común, comienzo mis mañanas en la calle, desde ya hace ya cuatro años, con un café cortado en el mismo sitio siempre, en la misma franja de tiempo cada día. Y hoy va a estar cerrado. Ya lo estuvo ayer, pero como fue domingo no cuenta, y lo estará también mañana. Mañana me pesará menos porque estoy fuera. No les pasa nada, vuelven. Es que están descansando y festejando, pero hoy les echaré de menos.

Yo llego, con mi cadencia de paso extraña, por la mañana tempranito. Cabe la posibilidad de que, a esa hora y a su altura, ya vaya torpedeado con cualquier conversación madrugadora al teléfono móvil. Cuando atravieso el umbral enrejado de la entrada suelo dar algunos pasos hacia delante, casi sin llegar al medio, para asegurarme de que Manuel (bueno donde los haya) me ve ya desde la barra o que Marina (no tengo palabras) sabe que estoy llegando. Muevo la mano derecha para saludarlos desde fuera de la cristalera y con la izquierda hago un gesto con los dedos índice y pulgar que simula el tamaño de una taza pequeña. Eso es un cortado. Como lo saben, lo ponen. Salvo los tres días de frío pelón que tenemos aquí (ahora es el caso, por hablar) sólo paso los cristales para coger el periódico y hojearlo en una de las mesas altas que ponen en la calle, hacia la esquina. Con este tiempo sí entro y sustituyo la mesa de fuera por una recachita de barra pegado, pero no mucho, al grifo, lo justo para tener el café a la derecha y abrir el periódico desde el principio hacia la izquierda. Los buenos días y las buenas formas no faltan nunca. De todos, de los profesionales que manejan el negocio y del paisanaje que, mañana tras mañana, comienza allí su desayuno. Hay días que uno invita, hay días que otro. Son diez minutos, un cuarto de hora, que funcionan bien. Que me gustan.

El sitio además es acogedor. El acceso con las rejas a un rectángulo empedrado que tiene naranjos. Las mesas están dispuestas entre los huecos de los árboles sin colmar todo el espacio, dejando una entrada amplia de paseo hasta la estructura de metal y cristal que guarda la barra larga de fondo, madera y luces tenues, con botellero detrás. Tiene un punto antiguo, dos puntos elegantes, y tres estrellas de gente. Sé que solo es un café, o un bar de copas, en su versión de tarde que yo me trabajo mucho menos, pero lo que tiene y hace Federico, Fede, y su equipo (gigante y motivado) en este sitio es espectacular, por lo bien hecho que está, por cómo lo hacen tan fácil, por cómo se nota que lo saben. No es publicidad esto, porque no le hace mucha falta; es gratitud por esos ratos tan buenos y por esos detalles discretos (que tanto me han ayudado), que hacen que el Atrio que todos pueden disfrutar -y, si no lo han hecho, háganlo- sea para mí el atrio de mi casa.

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