Los antimodernos

Sánchez quiere consumar una nueva afrenta que desarbola, literalmente, el andamiaje social del mundo moderno

El Gobierno Sánchez, en su admirable deriva reaccionaria, parece que ha declinado cualquier vínculo con la modernidad, salvo su afición al jet, que vemos con una divertida displicencia. Don Pedro Sánchez ya había prescindido de la igualdad de derechos, abrazándose a quienes postulan una España escindida en razas, repartida en aldeas, y con el Rh en su sitio (lo contrario, como sabemos, sería provocar a las razas superiores). Ahora quiere consumar una nueva afrenta que desarbola, literalmente, el andamiaje social del mundo moderno. Dice la ministra Celaá que a los alumnos de Bachillerato hay que darles el título aunque suspendan, para no bajarles la autoestima. Lo cual viene a significar, sobre poco más o menos, que la igualdad de oportunidades, y la política de instrucción pública, se han sustituido por un gabinete psicológico de atención y promoción del absentista.

El gran Burckhardt ya había señalado la promoción del individuo, su vindicación sobre la gleba indistinta, como uno de los rasgos de la modernidad. De hecho, nuestro Lazarillo, obra mayor del XVI, es un ejemplo irónico de la nueva prosperidad, de la posibilidad de ascenso, que se le ofrece al individuo sin linaje, sin pasado, sin otro patrimonio que su inteligencia y sus manos. Esta posibilidad de escalar en la sociedad, ayuno de apellidos y de maravedíes, es la que garantizará, más tarde, la educación pública. La gran hazaña de la Ilustración es, precisamente, ésa: que las cabezas más valiosas, y no las cunas más nobles, puedan acceder a las altas magistraturas del Estado. Un beneficio que obra no sólo a favor de los elegidos, sino de la sociedad misma que los promociona, los alienta y los cobija. Pero, ¿cuál es el beneficio de aprobar a todo el mundo? Dos daños inmediatos: disuadir de cualquier esfuerzo a los mejores; y difundir la holgazanería por decreto. Con lo cual, el gesto conmiserativo de la señora Celaá, su fomento del victimismo adolescente, nos retrotrae a los buenos tiempos de Villón y el Arcipreste, donde, sobre la masa indistinta y homogénea, volverán a triunfar la arbitrariedad y el oro.

El presidente Sánchez, titular de un vago doctorado, quizá no comprenda el alcance de esta doble desigualdad, que opera contra la naturaleza misma del Estado contemporáneo. Pero esta vuelta del derecho de sangre (Otegi, Torra, etc.), junto a la imposibilidad de ascender en la sociedad, nos devuelven a aquel otoño de la Edad Media que glosaba, no sin melancolía, Huizinga.

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