Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Un aniversario

Cómo golpea el aire seco y grave, cómo nos sacude el espinazo, la nuca y los colmillos, cómo nos agrieta las encías, porque se ha convertido en casi un magma que sale de la tierra y nos abrasa las plantas de los pies, que empieza por abajo y nos corona con una incisión justa entre las sienes, clavada en el reverso de los párpados. Este calor de ahora, de un agosto final, es un calor que narra, un calor que agoniza, un calor que guarda entre sus brasas la naturaleza de una historia. Cualquier ruta de Córdoba que quiera presagiar el aniversario de una muerte, de una sombra esquiva en los tendidos, es una insolación de tiempo hecho calor, una condensación de un sudor sangre, un polvo hecho costra en los recortes de periódicos de hace sesenta años. Este calor de ahora es un calor que narra, un calor que sabe el calendario, las horas de los vivos y los muertos.

El protagonista de esta cita lleva sesenta años muriéndose en agosto. Antes se ha alargado su sombra coagulada de sol duro por la plaza de Santa Marina, para asistir impávida a su propia presencia, a ese recorte enjuto de su talle flanqueado por dos caballos briosos y al galope, dos caballos vivos y despiertos, levantados sobre sus patas traseras, con un vigor que rompe su estatismo, que lo vuelve carrera interminable. Una revelación de azul cobalto acecha la llegada de la noche, se adhiere a la penumbra de un tejado, amenaza con dar otra visión cargada de un lirismo muscular. Sin embargo, en la tarde, la plaza es la verdad de una cornada, es la decisión de retirarse, de desaparecer para noviembre, de no forzar la suerte y de marcharse. La plaza de Santa Marina, con su verdad de sol, es una interrupción, es un recordatorio de la tarde en que un hombre de apenas treinta años no pudo retirarse de sí mismo, no pudo distanciarse de sí mismo, no pudo dar al traste con el mito porque el mito estaba ya pleno y rotundo, ya se había adueñado del hombre y de la vida del hombre, de la muerte del hombre y su futuro cíclico. Morir en la plaza, como él lo hizo en Linares, es un futuro cíclico, es un regreso suave a su pasado, una sucesión de unas imágenes que fueron el comienzo de otra vida.

Ese dolor final por las calles de Córdoba, por su agosto sangriento, dentro de un verano peligroso, significó el comienzo de otra vida: no sólo la literaria, la del misterio suave, la del morbo, sino también la que se ampara en cada sombra tenue de la tarde, en cada resplandor. Morir es dirigirse hacia otra parte, dejar de ser y ser en el calor: este agosto nos narra una evocación.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios