La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Los andaluces no nos despedimos de la mar

El madrileño se despide de la playa como el que se marcha al frente, a una Siberia donde hay nieve en lugar de agua salada

Se acaba el verano tradicionalmente considerado como tal como se termina una novela de Eslava Galán, que uno siempre se queda con ganas de más adjetivos, más ambientaciones con precisión de miniaturista y más relatos de la vida cotidiana del franquismo. La gente de Madrid se despide de las playas andaluzas como el que se marcha al frente. Sin saber si habrá retorno. Mambrú se fue a la guerra y el madrileño a su particular Siberia con escapes de gas en lugar de copos de nieve, máxime este otoño de incertidumbres en el que sonará más que nunca la letra de Los Romeros de la Puebla: "¿Adónde estaré Dios mío la próxima primavera?". Lo bueno de vivir en Andalucía es que uno nunca se tiene que despedir de la mar. O la tienes a una hora, o la sientes de cerca a diario, o te embadurnas de ella a vista de balcón. No tenemos Segovia a tiro para pasar el día, ni el Parador de Aranjuez, ni podemos salir por la mañana de casa y comer en Santillana del Mar, pero contamos con esa Vía de la Plata que diseñaron los romanos y que sigue siendo nuestra conexión con la gran desconocida de España: Extremadura. Debe ser duro vivir lejos de la mar por los semblantes que se aprecian cuando toca la hora de la despedida. Los andaluces sabemos que tenemos cerca, muy cerca, las playas de espumas blancas, el oleaje rocoso, el mar plato, los puertos náuticos, los barcos pesqueros, las orillas donde dejarnos los tobillos a la búsqueda de coquinas, los atardeceres que rompen en esas puestas de sol que son óleos en lontananza... Y quizás por eso no nos despedimos del agua salada como el rico que nunca mira la cuenta corriente porque tiene la certeza de que nunca le falta. Llevamos el mar dentro tanto como nos acompaña la luz. Nos sobra naturaleza para derrochar, siempre tenemos las brazos abiertos como nuestras costas dispuestas a recibir al de fuera en el regazo de sus playas, pero somos indolentes por naturaleza, no apreciamos en su justa medida cuanto tenemos. El andaluz tiene el paraíso y no lo sabe. Cuando la providencia ha sido tan dichosa con nosotros, es fácil retozarse en la comodidad, recrearse en la belleza heredada y acomodarse en la seguridad de una historia de siglos. Somos el niño que lo tiene todo, tal vez por eso tengamos el estado de felicidad perenne que envuelve nuestras carencias, la fama de alegres con la que combatimos las miserias cotidianas, la sonrisa oficial con la que cubrimos nuestras penurias. En el fondo somos grandes de verdad porque tenemos cuanto ansiaban los grandes pueblos: la mar, los mares.

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