Dos amigas

Si hablamos de la intimidad, a lo máximo que pueden aspirar los pastores es a aconsejar a sus fieles o afiliados

Vivimos tiempos ruidosos en los que el griterío parece haber sustituido a la reflexión, ahogada por los intolerantes de cualquier signo cuyos argumentos se reducen al odio y no conocen más vehículo que la negación -a voces- de las razones ajenas. Todo lo contaminan los credos o las ideologías si quienes se acogen a sus principios no son capaces de entender que haya personas para las que sus certezas no son válidas ni menos aún vinculantes, dado que piensan o sienten de otra manera que no tiene por qué coincidir, siendo igualmente legítima, con la sancionada por sus códigos. Si además hablamos del terreno sagrado de la intimidad, todo respeto es poco y a lo máximo que pueden aspirar los pastores es a aconsejar a sus fieles o afiliados.

Tienen estos y cualquiera el derecho a vivir -o a manifestarse- conforme a sus convicciones, siempre que no pretendan imponerlas al resto ni insulten o agredan a quienes tienen el mismo derecho y también, por supuesto, las mismas restricciones. En la estridente espiral de despropósitos que se suceden en los noticiarios ahora le ha tocado el turno a la transexualidad y no encontramos mejor manera de posicionarnos que citar el caso ciertamente extraordinario de Jan Morris, la gran viajera, historiadora y periodista británica que nació y firmaba como James antes de someterse a una dura operación de cambio de sexo en la Casablanca de los primeros setenta. Ella misma contó su experiencia en un libro conmovedor, El enigma, donde se explican con valerosa sinceridad y admirable delicadeza cosas importantes -cómo es habitar, de acuerdo con la expresión ya hecha, un cuerpo equivocado- que no sabrían transmitir los sectarios que aprovechan cualquier excusa para hacer baja política ni tampoco esos activistas que no han encontrado otro modo de reivindicación que la mascarada bufa.

A quienes se refieren a los supuestos trastornos mentales que afectan a los hombres o las mujeres que desean o deciden ser mujeres u hombres, cabría recomendarles otros títulos de esta autora excepcional, por ejemplo el muy singular dedicado a Venecia -que publicó antes de su metamorfosis- o el hermosísimo La casa de una escritora en Gales donde Morris, ahora nonagenaria, describe la región, la cultura, el hogar -un antiguo establo- o la biblioteca que comparte con su mujer y madre de sus cinco hijos, Elizabeth, de la que nunca se ha separado. Cuenta al final que su futuro epitafio, ya grabado en las dos lenguas del país, empieza diciendo: "Aquí yacen dos amigas". Si hay en ella un desequilibrio, amor es la palabra.

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