Ya sé que no es Willy, sino Phileas. Y tampoco aparecen Rigodón ni Tico, sino el atlético Passepartout. Tanto lo sé que es una de mis novelas de aventuras favoritas. Pero el nombre de Willy tiene su coña y estoy convencido de que al señor Verne poco le importaría la licencia. Total, a lo que voy: yo, de mayor, quiero ser Willy Fogg.

No se puede imaginar bien el mosqueo rotundo que tengo a esta hora. Bueno, exactamente a esta hora, no: cuando toque leer lo que ahora escribo, más bien. Porque, en este momento, enfadado, lo que se dice enfadado, no estoy. Tecleo una tarde de sábado preciosa, con una copa de un vino de Oporto, rubí, para más señas. Lo hago después de un par de días pateando con mi compañera de vida y pesares un trocito del Norte de Portugal, al que tanto amamos, descubriendo ciudades preciosas y buscando esencias básicas para llenar el tramo que nos queda hasta la próxima vez. He escrito que comparto con ella vida y pesares pero, claro, también placeres y lugares y entusiasmo y ambiciones y proyectos, porque la vida y la pena se viene y se va sola, así que nos empeñamos en construir lo del medio, para estorbar al diagnóstico sádico de los tristes. Así que no, ahora mismo enfadado, no, sino ahora justo, en el momento de leerlo, porque ya no estoy donde estoy, sino de vuelta. Y el café de la mañana, por bueno que lo ponga Marina, no sabe igual que el vino a la tarde. Además, por recordarlo nada más, es lunes.

Por eso, porque me gusta más una cosa que la otra, quiero ser Willy Fogg, y me esfuerzo para lograrlo, pero nunca me parece bastante. He leído hace poco que la literatura de viajes anda de capa caída. Es una lástima. Yo no la practico en puridad, pero anoto en mis cuadernos las experiencias que sumo cuando viajo. Unas veces la moneda anduvo más larga y pudimos alejarnos mucho y otras, la mayoría, anda muy corta, lo que reduce la distancia, pero no la emoción. El resto de las veces, eternas, no hay moneda o, si la hay, no hay ocasión, y entonces releo mis notas y veo las fotos y juego con los trozos de papel que me traigo, con los billetes de los elevadores que monto, con la propaganda oficial de las ciudades que piso y con los periódicos en extranjero que intento comprender. Porque mi cuerpo está por aquí, pero mi cabeza anda suelta casi siempre.

Y, puestos a confesar, obligado por la machacona certidumbre de los tiempos comunes que transito, cada noche, haga frío o haga calor, cierro los ojos y viajo. El día que no lo haga, nada merecerá mucho la pena, como si ya no estuviera. Por eso, si hoy cualquiera me encontrase enfadado, que no me llame por mi nombre; mejor me vale un "¡hasta pronto, Willy Fogg!". Aviso. Por si acaso.

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