Ya no tengo ningún argumento jurídico o político que me entusiasme para reforzar mi idea sobre la permanencia de Cataluña en España. O sea, tengo los mismos que machaconamente se han definido por el gobierno y han sido avalados por el Tribunal Constitucional, una y otra vez, ante cada despropósito del gobierno catalán en esta espiral que lleva a una situación de dificilísima gestión y de arriesgado, muy arriesgado, enfrentamiento institucional que ojalá no desemboque en un escenario peor.

Estoy esencialmente de acuerdo con impedir por todas la vías legales posibles la conculcación del marco constitucional a través de este proceso alocado de independencia, pero no tengo entusiasmo, como escribo, porque ese discurso choca con la realidad tozuda de que los dirigentes actuales de Cataluña van a desobedecer. Lo han hecho ya, no es una impresión: han aprobado -en el tremendo espectáculo que pudimos ver todos esta semana- dos leyes, del referéndum y de transitoriedad y fundacional de la República, que sí, suspendidas, ilegales hasta conforme a su propio sistema de autogobierno, inconstitucionales y nulas, todo lo que queramos, pero para ellos, en un ejercicio de irresponsabilidad temeraria, el nuevo marco de legalidad catalana que les habilita para poder votar. Es temerario porque el coste personal de esta operación no sólo les perjudicará a ellos, sino a todos los ciudadanos de Cataluña, singularmente a los empleados públicos. Es extremadamente grave porque la alternativa que el Estado de Derecho tiene frente a la agresión al sistema, ante la persistencia en la agresión, es su defensa: cuando la defensa argumental no es bastante, la fuerza. Y, en el ejercicio legitimo de esa alternativa, el desarrollo y el resultado es tremendamente costoso, incierto y muy peligroso.

A veinte días escasos de la posible celebración del referéndum que pretenden, no hay mucho tiempo para iniciativas políticas viables que lleguen antes del 1-O y nos retornen a un camino de cierta cordura. La moción de censura anunciada, seguramente necesaria desde hace meses, no estará para entonces, ni aun consiguiendo la mayoría necesaria, cosa improbable. La revisión constitucional en clave federal, más propiamente confederal, que no es solución a priori porque tampoco se acepta, es legalmente compleja y necesita seso y consenso, muy caros en nuestro panorama actual. El recurso al Constitucional permanente, imprescindible por otra parte, despeja el burdo entramado jurídico de la arquitectura independentista, pero no resuelve la desobediencia institucional, por ahora, y posiblemente civil, en breve. ¿ Qué nos queda?

Estos patriotas que hoy ensalzarán sus méritos, tocados por la Historia, son un ejemplo, sarcástico y cutre, de la virtud de los depravados, porque no conquistan su ruina sino que la reparten con todos. Triste Diada.

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