En un pasaje memorable de Vida y época de Michael K de J. M. Coetzee, el protagonista, convertido en una criatura del crepúsculo de ojos desenfocados, aprende a amar un tipo de indolencia: la de la entrega del ser al tiempo, no a su tiempo histórico, que aquí es el de una Sudáfrica en guerra, sino a un tiempo de formulación personal, decantado como esencia en el pentagrama de una lentitud, de una soledad completa y digna, en los abismos de la herencia en los que la vida discurre sin copia de seguridad, la guerra cerca, la madre muerta, una paralela contractura de cuerpo y conciencia, el ser en su tiempo construido como quien cede el mando a la intuición, en un espacio que también es una herencia y en el que, desde su indolencia que es como melodía errante de la hora equivocada, busca huellas, rémoras, fantasmas.

Y entonces piensa en su madre, que es lo que al hombre le pasa cuando llama indolencia a cierto tipo de convergencia o a cualquier modo de extravío. La madre en su afán de muerta, en su dudoso origen de granja, la madre simbolizada en las calabazas y en la proximidad de la lluvia. Cierra los ojos (la indolencia lo permite) para recrear las paredes de adobe y el tejado de paja de los relatos maternos, el jardín de chumberas y los pollos delirantes tras el pienso esparcido por la niña descalza, y en un requiebro que otorga a la evocación un riesgo inesperado, una ambición sin cálculo (la indolencia impugnada por la memoria), invoca otra mujer detrás de la primera, la madre de su madre, y en ese momento descubre que cuando su madre agonizaba en el hospital no miraba el rostro de él sino, más atrás, sin que él se diera cuenta, el de la mujer que la trajo al mundo. La muerte es esa infancia en la que una persona requiere a su madre por última vez.

La secuencia llega a un punto en el que el personaje piensa en la mujer original, en la fundadora del linaje, pero cuando intenta concebir "el silencio del tiempo antes del principio", su mente encalla. Quizá porque ese silencio se parece al suyo, ahora, un silencio de calabazas que crecen y lunas que inquietan. Un silencio que huele a ausencia de mujeres e inminencia de soldados, a melones que maduran y a la fogata verbal de la noche en la que arden su época y su cultura, su país y su memoria, su madre y su futuro y unos tallos roídos por insólitas liebres criminales, mientras la vida renueva sin clamor su paradoja y su misterio. En un momento del pasaje el protagonista mata una lagartija y se la come.

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