El habitante
Ricardo Vera
Suresnes
Alto y claro
Estos días se ha citado en bastantes medios una frase atribuida a Josep Tarradellas, uno de esos personajes que han caído en un relativo olvido, pero sin los que es imposible explicarse el éxito de la Transición. El político catalán, que fue lo suficientemente hábil para encajar la Generalitat republicana en la nueva monarquía de Juan Carlos, decía que en política el único sitio del que es imposible volver es el ridículo. La frase, como no podía ser de otra forma, ha circulado a cuenta del sainete protagonizado por Pedro Sánchez con su dimisión en diferido que nunca llegó.
Ciertamente, la semana que va desde su sensiblera carta a la opinión pública hasta sus desahogos posteriores en medios en los que se siente cómodo, y que pasa por el fin de semana de adhesiones inquebrantables, admite pocos calificativos más suaves que el de ridículo. No era necesario. Incluso aunque no se hubiera tratado, como finalmente ha sido, de una maniobra que inaugura una nueva forma de hacer política desde la Moncloa, que no invita precisamente a la tranquilidad. Si de verdad hubiese sido un calentón por una denuncia inconsistente y torticera contra su mujer, podría haber expresado su cabreo de mil formas antes que someter al país a cinco días de crisis institucional y de sede vacante nada menos que en la Presidencia del Gobierno.
Sánchez optó por forzar las cosas y llevarlas al límite. Como no da puntada sin hilo en las próximas semanas veremos hasta dónde quiere llegar. El domingo en las elecciones de Cataluña se confirmará si la apuesta extrema que ha hecho va por el buen camino: la victimización le habrá funcionado. Pero si se quiere meter en otras aguas más procelosas y peligrosas, como ha insinuado con los medios de comunicación y la judicatura, lo tendrá bastante más complicado.
Lo que no le quita ya nadie es esa sensación de vergüenza ajena que tienen muchos españoles y que seguro que se ha extendido estos días por Europa. Un presidente de gobierno no está para escribir cartas llorosas, amagar cinco días con una dimisión y luego no hacer nada. Es la propia responsabilidad del cargo la que ha puesto en entredicho. A partir de ahora, esta comedia le va a perseguir para siempre. Algún analista, no precisamente de los atrincherados en medios marginales y hostiles, lo ha calificado ya de pato cojo y ha dado por abierta la pugna para su sucesión.
Se ha equivocado. Ha olvidado el consejo de Tarradellas y ha plantado su tienda de campaña en el ridículo. De donde, en política, es imposible volver.
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