Cómo iba a pensar yo que un tipo grande, con barba y todo, iba a tener tanta sensibilidad? NI idea. Las cosas que pasan ocurren porque sí, casi sin quererlo, y, desde luego, no tenía yo la más mínima intención de provocar el desafío que desencadené.

El tipo grande, el de la barba, es un profesional de tratar bien a la gente y no tiene que esforzarse demasiado para ello porque le sale de natural. Cuenta en su haber personal con una larga historia de distintos trabajos de los que hay que doblar el lomo, que lo sitúa en la cada vez más exigua proporción de gente joven, que empieza a despuntar madurez, que sabe lo que vale un peine, y quien dice un peine, dice leche, pan, ropa, colegios, vida. O sea, no se trata de un rufián mequetrefe apoltronado en un sillón de prestado, alimentado de la sopa boba que cualquiera le procure. Es más bien de los otros, de los que procuran sopa y se rebelan, si lo que tienen que dar es la boba, porque están hasta (pongamos) las barbas de currar duro para, muchas veces, fortalecer esa parsimonia vital de quienes merecido deben tenerlo todo. El tipo en cuestión maneja la cabeza de una manera brillante y, como las manos le acompañan en la habilidad, se ha marcado un espetero salvaje con un bidón antiguo de gasolina, creo. Lo partió por la mitad, una se quedó como tapa y en la otra dividió dos partes desiguales: dos tercios frontales para la arena y uno final para la leña, que luego es brasa. Con cañas fabricó los primeros espetos y con astucia y simpatía se agenció algunos de hierro. Conclusión: unas sardinas espectaculares, desafiando la norma de los meses con r no sean buenos, y unos jureles espetados, como experimento previo al calamar que llegará. Lo que digo: un profesional de tratar bien a la gente.

En el fragor de la llama y del humo y de la brasa, que tanto carácter imprimen a quienes buscamos la felicidad, hice un comentario torpe y tontorrón sobre la posición que sus intereses ocuparían en mi escala de atenciones, si es que se diera el caso. Y vine a decir que uno muy alto, siempre que no chocasen con otros cercanos que también lo fueran. Julio, el Hulio bético y despierto, a fuerza de costumbre y de darle vueltas al tarro, paladín de la buena manzanilla, aliento amable para probar nuevos vinos, cultivado anfitrión en sus modales, ni saltó. Reservó una silla algo apartada para dar cuenta del arroz, con que medio competía, y me largó solo el cincuenta y un por ciento de su cariño. ¡Ni ofendido te suspende el tío!

Julio tiene cuerda para rato. Por supuesto que no calcula ni escatima. Y, en verdad, sospecho que ni por las malas es malo, porque le puede lo profesional que es, lo bien que trata a la gente. Hay tantos en el mundo que hacen tan pocos espetos, pudiendo más, que me alegra mucho que Hulio gane. La gente normal es extraordinaria. Y el de las barbas es un tío normal. ¡Vamos, Hulio!

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