Transparencia

A raíz de la obsesión por la transparencia, todos empezamos a ser considerados hipotéticos objetos de vigilancia

El otro día vi un local en el que se venden chismes de espionaje. Cámaras ocultas en un reloj, micrófonos camuflados en un equipo de música, microcámaras para colocar -imagino- en un baño público o una habitación de hotel, cosas así. Vivimos en una época obsesionada por la transparencia -en la política, en las relaciones sociales, incluso en las relaciones personales-, pero esa obsesión lícita está desembocando en una obsesión maligna por el voyeurismo, que a su vez está desembocando en otra obsesión aún peor por la vigilancia y por el control de las vidas ajenas. La mayor conquista social de nuestra civilización -junto con la Seguridad Social y la sanidad universal- es el doble derecho a disfrutar de una vida privada, es decir, a no ser molestados por nuestras ideas -la libertad de conciencia-, y el derecho subsiguiente a no ser espiados dentro del espacio privado de nuestra intimidad. Pero ese derecho, que creíamos incuestionable, se está desmoronando a una velocidad aterradora.

A remolque de la necesidad de controlar las trapisondas de los políticos, se está produciendo el fenómeno indeseado de que todos nosotros empecemos a ser considerados hipotéticos objetos de vigilancia. Esa vigilancia, de momento, sólo es potencial, pero en cualquier momento podría pasar a ser algo mucho más grave y con consecuencias mucho más temibles. La plataforma de series y películas Netflix, por ejemplo, acaba de prohibir que ninguno de los participantes en los rodajes de sus series se mire durante más de cinco segundos. El propósito es evitar el acoso sexual, claro está, pero me pregunto si alguien se ha planteado cómo podrá llevarse a cabo esa norma. ¿Es posible que un director o una directora dirijan una serie sin mirar más de cinco segundos seguidos a sus actores? ¿Y un cámara? ¿Y un maquillador? Eso es imposible, pero la norma ha entrado en vigor y ha creado un precedente peligrosísimo que quizá sea imitado muy pronto por otras empresas u organismos de la Administración: nadie podrá mirar a nadie durante más de cinco segundos.

Insidiosamente, esa norma nos presenta a todos como potenciales acosadores y potenciales delincuentes. Es decir, como personas perversas que deben ser espiadas, y a ser posible, castigadas por su mala conducta. Bienvenidos a la terrorífica distopía de un mundo feliz.

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