Los estudiosos de la historia de las ideas explican cómo el concepto de tolerancia, definido por los ilustrados y después por los liberales como uno de los cimientos de las sociedades modernas, evolucionó desde una visión paternalista -que ya suponía un avance respecto al modelo inquisitorial, donde no se permitían las desviaciones de la ortodoxia- hacia un entendimiento activo por el que la libertad de pensamiento pasaba a ser no una concesión o un mal menor, sino un principio básico que no prejuzgaba la superioridad de unos credos sobre otros. Esa batalla, que sigue librándose en amplias partes del mundo y también, de otro modo, entre nosotros, está asociada en Occidente a las disputas religiosas y tuvo como primer logro, luego de mucha sangre derramada, la separación de la Iglesia y el Estado, una fórmula de aplicación universal frente a la que no caben excepciones culturales. Sin salir del terreno del dogma, el pleito pasó después del ámbito de la religión al de la política, donde frente a otras corrientes socialistas que no negaban la libertad individual o antes bien, como en el caso de los santos padres del anarquismo, hacían de ella el centro su ideario, la que se impuso en nombre del materialismo histórico -lo más parecido a una doctrina revelada- sostuvo el carácter 'científico' y supuestamente irrebatible de sus planteamientos. Con razón se ha dicho que la fe marxista sustituyó, para los nuevos creyentes, el lugar de la religión verdadera, con sus teólogos, sus censores y su policía, pero también los fundamentalistas del libre mercado, olvidando el saludable escepticismo de algunos de sus predecesores clásicos, dicen basar sus teorías en certezas irrefutables. Sabe Dios... A estas alturas de la Historia, estamos un poco hartos de las recetas salvíficas y la tolerancia, que no supone renunciar a las convicciones propias, sino entender que los demás tienen derecho a defender las suyas, es uno de los pocos valores indudablemente benéficos que nos van quedando, aunque ese obligado respeto tampoco esté exento de paradojas -ya lo vieron los precursores del XVIII- cuando se refiere a quienes siguen instalados en el fanatismo. Asumir una perspectiva, mal llamada relativista, que tenga en cuenta, siquiera sea para rebatirlas, las opiniones ajenas, apunta en la dirección contraria a la de ese encastillamiento al que apelan los nostálgicos de los órdenes monolíticos, temerosos de que sus presuntas verdades queden en evidencia. Convivir es el objetivo y hacerlo en libertad, sin imponer catecismos de ninguna clase, el único camino aceptable.
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