LA Asamblea Nacional de Francia ha aprobado una ley de reforma del sector audiovisual que, en lo referido a la televisión pública, tiene cosas buenas y cosas malas. La peor de las malas es que concede al Gobierno capacidad de nombramiento directo de los más altos cargos de las emisoras públicas, lo cual es una fuente de manipulación extremadamente acreditada en todas partes.

En cambio es muy bueno hacer desaparecer la publicidad de la televisión pública. Los canales públicos franceses dejarán de emitir anuncios a partir del 5 de enero entre las ocho de la noche y las seis de la mañana, y más adelante dejarán de emitirlos en todas sus horas de programación.

¿De qué van a vivir, entonces? De ingresos procedentes de las cadenas privadas, los proveedores de internet y los usuarios. Ello no va a suponer, si se hace bien, ni la ruina de estos financiadores ni la de la propia televisión pública. A ésta sólo se le exigirá una reconversión en su concepción y en su estructura. Habrá de ser en adelante una televisión plenamente volcada en el servicio público -lo que no quiere decir aburrida, ni mucho menos-, alejada de la lucha insensata por la audiencia a toda costa, que haga lo que las privadas no están interesadas en hacer porque no les resulta rentable y no haga lo que marca el carácter de las privadas (programas del corazón, basura del realismo cutre, concursos degradantes, etcétera).

Serán, por tanto, compañías con menos personal y, posiblemente, con menos horas de emisión, ya que no está escrito que una tele pública deba estar todo el día y toda la noche funcionando, sólo porque las privadas le incitan a ello. Sin la pulsión de la publicidad, los programadores no habrán de estrujarse los sesos en busca de un puntito más en el share, sino que se los estrujarán para cumplir lo que las leyes de creación les demandan (servicio público, veracidad informativa, valores democráticos, difusión cultural, protección del menor, etcétera). Y lo harán sin tirar con pólvora de rey: ajustando los costes al presupuesto que salga de esas fuentes objetivadas de ingresos que han aprobado en Francia ( o a las de otras legislaciones nacionales, que implantaron un canon por cada aparato de televisión). Ni loca carrera de gastos ni inmersión en la horteridad ambiente.

A mí eso me gusta más que la situación actual, en la que las televisiones públicas cuestan 2.000 millones de euros de nuestros impuestos. No ahora, cuando trabajo en una empresa de comunicación privada a la que la televisión pública le hace la competencia. Cuando trabajé en Canal Sur me atreví modestamente a emitir en horario privilegiado (21:30) programas de servicio público que tenían audiencias muy limitadas, pero respondían a lo que pensaba que debía dedicarse Canal Sur. Igual que pienso ahora.

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