Lo de hoy no dirá nada a casi nadie. La generosidad del periódico que aloja esta columnita permite disfrutar el lujo de escribir sobre lo importante, sin importar que, de vez en cuando, no se entienda el qué por no conocer las claves.

De claves va esto. Yo conozco a una chica que se llama Svetlana María. Es hija de un asesino búlgaro-rumano llamado Dimitri. A él lo conozco solo por referencia. Creo haberle visto en una ocasión, justo antes de morir, intentando rescatarla. La cosa es que no tuvieron relación hasta ese momento y fue tan intensa y fugaz que, más que paternidad y filiación, añadió un punto de exotismo a su biografía. Lo nuestro es más real.

Encontré a Svetlana hace como quince años (o menos, porque ya tenía algunos) en un mirador al caer la tarde en Mijas. La chiquita iba entera vestida de rosa. Hablaba un montón y aprendía a una velocidad de vértigo. Cuando subimos en el coche para regresar, se había acoplado perfectamente a los ritmos de la casa y a las cadencias del lenguaje. Para camuflar su origen y la condición de nuestro enganche, cambió de nombre y utilizó desde entonces otra identidad. La reservaré por pura protección.

Pese a mis esfuerzos por mantenerme a una cierta distancia prudente, Svetlana, así, sin su nombre de ficción, hizo que me rindiera repetidamente a sus piececitos. Sus preocupaciones más insistentes eran entonces que no la corrigiera cuando me llamaba papi y que el cambio climático no arrasara, con una columna de fuego y un tsunami gigante, todo al tiempo, cualquier paseo marítimo que anduviéramos temprano, entre las seis y media y las ocho de la mañana, buscando ver amanecer y darnos un chun en el mar a la vuelta. Así pasaban los días.

Svetlana creció como una más, aunque no exactamente. Las tardes de siesta, conforme se hacía mayor, encerraron, primero, varias vueltas al mundo -ojos cerrados, respira hondo, otra vez- y después una serie de códigos, preparatorios, supongo, para lo que estuviera por venir. Se comprenderá bien que solo los enuncie, aunque no explique su contenido: espasmito, cachupi, puaj. Lo del cambio climático se mitigó bastante. No ocurrió lo mismo con lo de papi. Hubo tiempo incluso para la música en clave: el otorrinolaringólogo asesino de personas, y de perros, y de un loro.

Ya es grande. Últimamente no suele recordarme esto, ni yo tampoco. Cosas de la edad. Aunque sé que quiere y yo, desde luego. Las palabras vuelan, lo escrito permanece; por eso hoy, quince para quince, decidí sacar a la luz esta historia, a pesar del riesgo, para que el paso del tiempo no esconda jamás el patrimonio, chorras, de nuestra memoria. Clave final: cada vez te diga Svetli, sigue llamándome papi. Que tú y yo sepamos lo que sabemos, sin que lo sepa nadie más, es el triunfo de nuestra misión. Y espasmito. Y cachupi. Puaj.

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