Ser ministro de Educación en España es una bicoca. Ser ministra también es un chollo. Pasear la cartera tiene incentivo. Resulta que un ministro, una ministra, que se precie, va a por su ley, a arreglar la educación de este país y, da igual si se logra, que habitualmente no, le ponemos de premio su nombre.

Es la octava vez en democracia que cambiamos de ley de educación. Y es la enésima que no resuelve el tema, el más peliagudo de nuestra sociedad. Las leyes de educación deberían ser la base de un sistema orientado a dos factores: que la educación sea buena para quienes se forman y que tuviera vocación de permanencia. Legislar la educación permite un valor ideológico en su concepción, y no lo discuto, porque no me asusta la ideología ni la denigro. Las ideas proponen modelos sociales que los elige a través de sus votos. Ocurre, sin embargo, que creo que la más extendida entre la sociedad es que sería bueno ponerse de acuerdo, aparcar las ideas, legítimas, pero muy separadas en los modelos y buscar en el medio la confluencia de las comunes. Forzar un modelo no es vencer, es solo ganar un rato y seguir perdiendo oportunidades.

Me cuesta mucho esfuerzo intelectual asumir que entre el más zurdo de la izquierda y el más diestro de la derecha no se encuentre una preocupación común que tenga una inquietud razonable por el centro de la educación en nuestro país: si los que se forman salen más o menos preparados académicamente y más sólidamente afirmados como integrantes plenos de una sociedad más desarrollada. Es decir, si garantizan nuestras leyes y su aplicación en el ejercicio concreto que los estudiantes, para quienes deben hacerse en primer término, adquieren valores cívicos, conocimientos teóricos y habilidades prácticas, primero comunes y básicas, luego específicas y cualificadas, que los capaciten individualmente y nos mejoren generacionalmente. Tengo la impresión de que las leyes de educación en nuestro país, se llamen Wert, Celaá, o Langstrump, son fuegos de artificio: importa poco la pólvora, seduce más el color y la forma de la explosión. Y así nos va, cada gobierno pare su ley que el siguiente revoca, y tocan los colores, pero no aportan el verdadero explosivo que necesitamos.

La nueva ley tiene, como las anteriores, una voluntad quebrada: es solo la ley de un gobierno, otro, pero no la de un país. La ecuación Estado-Comunidades-Padres-Profesorado-Contenido-Estudiantes está aquí siempre mal hilvanada, por ese orden de importancia, cuando debería ser justo el contrario, y todas las leyes se combaten, y caen, por sus aspectos laterales (al final, siempre, religión, modelo económico y tensiones nacionalistas) cuando deberían permanecer, al menos una vez, por su cuerpo central (valores, ciencias, letras, artes), sapere aude!. Cambia el nombre de la ley, pero la calificación es machaconamente frustrante: suspensos.

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