No pretendo desollar al Gobierno antes de que gobierne. De hecho, guardaré la compostura los próximos cien días -salvo que la urgencia apabulle-. Por cortesía y por salud mental. O le ponemos normalidad a esto o nos volvemos definitivamente majarones. A pesar del respetuoso silencio observador en que me voy a emplear, hoy no tengo alternativa.

El Gobierno nuevo es largo. Más que un día sin pan. Puede suponer un problemilla por la carestía de los cambios en la estructura de la administración, al fin y al cabo el chocolate del loro, pero hay que entenderlo. Un gobierno de coalición, inédito para nosotros en esta etapa, o sea, inédito, es normalmente mayor que uno monocolor porque hay que repartirse las parcelas del poder. Lo que hay que juzgar es si resulta operativo, si funciona, y esto no lo sabemos. Gobiernos pequeños y concentraditos, muy pegados al líder, pueden ser un desastre, pero los grandes no tienen por qué traducirse en desastres mayúsculos solo por su tamaño.

Uno de los momentos más intensos en política es la formación de cualquier equipo directivo en los machitos conseguidos tras las elecciones: el reparto de los sitios. Ese momento es frustrante para muchos y alegre solo para unos pocos. Todos los actores implicados con posibilidades de estar en la pomada celebran la elección (los nombramientos, vaya) con una impostada buena voluntad y signos de adhesión sincera con el mandamás, pero la realidad es que quienes lo consigan estarán contentos y los que no, jodidos. Estar en los sitios es fundamental, lo de rendirlos después es mucho menos importante. Claro, si se reparten muchos sitios, el volumen de los felices sube un poco pero también, y exponencialmente, el de los despechados silentes. Una coalición complica mucho el principio político "¿qué hay de lo mío?". Hay más juego global, pero es compartido. Visto así, este gobierno no ha comenzado fastidiando al ciudadano medio, cosa que hay que celebrar, sino al aspirante desechado. Todos los partidos tienen un monumento abstracto al ministrable desconocido.

La logística de los sitios es otra cosa. Hay que sentar a las tres vicepresidentas, al vicepresidente segundo, al resto de ministras y ministros, y al Presidente -salvo él, todos y todas, gruppies del naming creativo- alrededor de una mesa en Moncloa para los Consejos de los viernes y en el banco azul del Congreso. La mesa puede dar de sí, pero lo del Congreso es más difícil: o tienen sillones más chicos (que no querrán) o se achuchan (que es lo que harán). No me quiero poner estupendo, pero estar en el gobierno ya no es lo que era: ninguno anterior ha tenido que gestionar estos retos; un poco de respeto.

Así las cosas, antes de callarme, un consejo de perro insolente: si se presenta la ocasión, no estorben; ni un momento de duda y a Paradores.

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