Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Sintonía

TENGO clavada en la retina la imagen de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, el día en que fue a Roma a conversar, en nombre del Ejecutivo, con un alto dignatario vaticano: su anacrónico uniforme de gasa oscura, la incongruente mantilla española y el velo que le ocultaba en parte el rostro y que la hacía más vulnerable aún frente al estallido púrpura del orondo cardenal. El Gobierno había decidido endulzar las relaciones con la jerarquía eclesiástica y mandó a Fernández de la Vega vestida de esa guisa a platicar con el prelado. Unas semanas antes, en otro gesto de condescendencia, el Gobierno había cerrado los ojos, la conciencia y hasta la propia memoria, y había mandado a Roma una amplia embajada a participar en un acto que era un golpe contra la política socialista: la entronización como mártires de 498 personas asesinadas durante la Guerra Civil y la Revolución de Asturias.

No había duda: Zapatero, aun a costa de renunciar a ciertas convicciones teóricamente indeclinables, estaba dispuesto a atemperar sus relaciones con la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, con la concentración en pro de la familia del pasado domingo, la Iglesia española ha demostrado que, lejos de aceptar la mano tendida del Gobierno, pretende ir mucho más allá, hacia una meta que parece el destino común de muchas de las religiones en el siglo XXI: influir con sus preceptos morales e intereses sobre toda la sociedad. Con esta actitud los príncipes de la Iglesia dan la impresión de que no se resignan a que un Gobierno legítimo legisle de acuerdo con sus propias convicciones, sino que aspiran a trazar las líneas maestras que debe seguir el poder civil.

Las acusaciones lanzadas por Rouco el domingo en Madrid, con el pretexto de salvaguardar la familia cristiana, constituyen un reto al poder civil, al margen de quién lo ostente ahora. Ni ha descendido en España el nivel de democracia ni se han vulnerado los derechos humanos. Simplemente, el Gobierno legisla conforme a sus convicciones programáticas, arropado por una mayoría de españoles que le dio su confianza hace cuatro años.

La falta de sintonía de la Iglesia con un determinado Gobierno no puede ser confundida con una carencia de democracia ni con una mengua de los derechos humanos. Ni, por el contrario, un hipotético entendimiento con otros partidos en aspectos educativos o confesionales puede ser interpretado como una plenitud democrática ni con un amplio respeto a los derechos del hombre. Todo el problema se reduce a una cuestión de preferencia política que, en democracia, se resuelve en las urnas.

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