Proliferan los ataques a símbolos de un pasado casi nunca realmente conocido por quienes los perpetran. Esta nueva iconoclasia, impropia por cuanto no nace de una decantada convicción personal, se basa exclusivamente en la ignorancia de miles de borregos, siempre dispuestos a acatar las órdenes de líderes antisistema que, cual modernos Savonarolas, señalan dianas sectarias en las que plasmar su furia revisionista y antidemocrática. Personajes como Colón, Cervantes o Washington son sumarísimamente condenados por supremacistas y explotadores.

Sorprende, en primer lugar, que los objetivos estén sin excepción en el mismo espacio del tablero ideológico: a la derecha, todos malos, criminales y ruines; a la izquierda, todos héroes de biografías impolutas. No alcanzo a comprender, por ejemplo, que Fray Junípero Serra, hombre de diáfana bondad, deba ser tratado como un monstruo y, al tiempo, el mismo luchador que pintorroquea su efigie, muy probablemente lleve con orgullo en su camiseta la imagen del Che, ese sicópata homófobo y asesino que vejaba a los negros y se jactaba del placer que le producía matar. Grandes genocidas como Stalin y Mao y racistas confesos como Marx, Engels o Mariátegui, quedan, por supuesto y permanentemente, a salvo de la ira de las masas.

No me cabe duda alguna, en segundo, de la perfecta imbecilidad de quienes se acomodan en un esquema tan infantil. Y no sólo porque incurren en el inmenso error de medir con vara de hoy los hechos del ayer, sino principalmente porque nada hicieron para eludir la ignominia de un sistema educativo que les ha colonizado el cerebro, arrebatado el placer de pensar y aglomerado en el estulto cardumen de los que bailan al son que les tocan.

Al cabo, señala el filósofo Javier Gomá, el único sostén de la civilización es una ciudadanía ilustrada. Eso, añade, no requiere más que tener criterio propio, justamente lo que ahora falta: informarse, contrastar la veracidad de los hechos, formarse opinión, es la mejor defensa frente a las falacias y embustes de quienes necesitan un pueblo obediente, acrítico, manejable y manejado en su propio interés. El mal, por desgracia, está consumado: a fuerza de negarles toda opción de saber, amplias capas de nuestra sociedad ya sólo digieren la mierda que les suministran. Triunfa el sinsentido común y la necedad generalizada de cuantos, con tal discapacidad adquirida, jamás rehusarán el seguir mansamente los engaños.

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