Más allá de la fiebre, la tos y la sensación de ahogo, el coronavirus nos está dejando, a todos, otras muchas con las que está resultando muy difícil convivir, aún sin enfermar. Junto a las cifras, la incertidumbre, las previsiones sociales, laborales y económicas, nos ha impuesto realidades y emociones desgarradoras. El miedo está dejando al descubierto nuestra versión más miserable al desconfiar de quien aparece al fondo de la calle, al cuestionar de lejos si, al punto del cruce, mantendrá la distancia, pavor a un traspiés que viole el metro y medio de separación. Mezquino el rechazo que aflora en nosotros cuando cualquiera nos pregunta en el súper por la leche desnatada. Cuesta reconocernos en las reacciones del pánico.

Sin despreciar dato alguno, de lo peor que tiene este virus, son las sensaciones que nos está dejando. Para mí, la peor, la de no estar al lado de quien siempre estuvo junto a nosotros. La de no estar acompañando a quien nos ha acompañado en todas nuestras circunstancias. Desatender a quien ha atendido todas nuestras necesidades. Incumplir promesas; la de estaré siempre a tu lado, la de siempre podrás contar conmigo, bajo ningún concepto te dejaré. Y es que está siendo dramático aceptar que los más vulnerables, los que han dado todo por nosotros, no están contando con nosotros como siempre nos figuramos, que nuestra asistencia no es la que preveíamos; porque nos han sostenido y no los estamos sosteniendo. Definitivamente, no estamos programados para estos duelos, para no dar la mano, no poner nuestro hombro, no apoyar con abrazos y, por muy común que sea, no podemos dejar de ser sensibles al escándalo emocional que todo esto supone. Mi peor sensación, sentir que fallamos a quien nunca nos falló.

Junto a ello, e imagino que, para paliar, recuerdos y enseñanzas de aquellos, se hacen presentes. Nunca estuve cerca del Evangelio, pero esas a las que he dejado tiradas en medio de la pandemia, sí que han creído, leído y practicado, y las recuerdo con aquello de las obras de misericordia. Las corporales, las de visitar a los enfermos, dar de beber al sediento, de comer al hambriento o enterrar a los difuntos, parece que inmisericordia nos hubiese impuesto el Real Decreto. Inmisericorde me siento. Pero aquellas a las que hoy no abrazo, no se excusarían, y se pondrían -si es que no se pondrán- con las espirituales, y cumpliendo decreto, a consolar al triste o dar buen consejo al que lo necesita. Así que no nos escaqueemos y en honor a aquellos, subrayemos enseñanzas e intentemos hacer y ver lo bueno.

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