Tribuna

Grupo Tomás Moro

San Jerónimo de Valparaíso

LA Sierra de Córdoba, corona y símbolo natural de la ciudad de Córdoba, aparte de su orografía y de su espléndida belleza, es la memoria viva de experiencias espirituales cenobíticas como en las Ermitas o monacales como en el antiguo monasterio de San Jerónimo. Echar sobre sus espaldas el proyectado teleferaje puede atentar contra su memoria histórica no tanto por su maquinaria y cableado como por el intento de convertir el espacio en zona de una nueva experiencia, manifestación de la subordinación a los intereses de visitantes y de ocio y disturbadora de su significado, ya que se la aparta de lo normal con respeto a su función original, física y emocional. ¿Recordamos los sentidos versos de Fernández Grilo, grabados en blanco mármol, saludo perenne de los esforzados visitantes de las Ermitas?

En ese espacio destaca sin duda la inmensa mole del monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, joya arquitectónica del gótico catalán de la primera mitad del siglo XV, salvada in extremis de su ruina total por los marqueses del Mérito. La fundación de San Jerónimo respondió a la demanda de reforma de la Iglesia puesta en camino durante la segunda mitad del siglo XIV y al espíritu piadoso de una mujer noble, doña Inés Martínez de Pontevedra, perteneciente al linaje de los Alcaldes de los Donceles, como fruto de la expansión de la comunidad jerónima de Guadalupe.

A comienzos del siglo XV la historia regia del paraje era sólo un lejano y nublado recuerdo. El espacio ofrecido por los fundadores, según los textos fundacionales, se encontraba en linde con el ejido de los adarves de Córdoba la Vieja, es decir, de la antigua ciudad palatina de Medina Azahara, creada por el califa Abd al-Rahmán III en torno al año 940. Bastante similar por su amplia visión del valle del Guadalquivir y de la Campiña y por su mayor altura el monasterio gozará de un espacio privilegiado aunque más escondido -lo exigía su carácter monacal- en uno de los repliegues de la Sierra. El diferente, aunque cercano, emplazamiento de ambos conjuntos arquitectónicos manifiesta de modo visual los ideales del poder, del lujo y de la fastuosidad bizantina en el primer caso, y de la vida ascética, silenciosa y penitente del segundo.

Pero lo que contemplaron los primeros jerónimos era sólo sombra de un pasado breve pero glorioso que había maravillado a la Europa de los Otones y a los pequeños reinos del norte de España. En 1405 fueron unos humildes monjes jerónimos los que vinieron desde Lisboa a Córdoba, sin armas, sin ambiciones, no sometidos como los antiguos mozárabes, que, en poco tiempo, llegaron a ser vecinos de la que fuera "sede del Califato", destruida primero por los beréberes, incendiada, robada, expoliada y vacía hasta casi no dejar huella de su existencia ni de su historia.

Aunque el monasterio no se asentara en la ruinas califales, gozó asimismo de un paraje regio porque el lugar que hoy ocupa fue el Olivar del Rey que Fernando III se reservó en el repartimiento de Córdoba, del que donó una tercera parte al cabildo de la Catedral en 1238.

La historia, pues, proporciona, de un modo o de otro -ciudad califal o propiedades reales- un carácter regio al paraje en toda su extensión. ¿A qué vidente del turismo de Córdoba se le ocurrirá algún día la genialidad de la instalación de un teleférico para visitar el monasterio? Todo es de esperar del relativismo imperante.

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