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Enrique García-Máiquez
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El balcón
Un amigo moscovita me pregunta recurrentemente desde hace más de 30 años si Rusia es Europa. Lo ha hecho con Gorbachov, después con Yelsin y sobre todo durante el cuarto de siglo que lleva Putin en el poder. Es su barómetro particular para saber cómo se les veía desde fuera. Europa tiene límites geográficos precisos, el Atlántico por norte y oeste, el Mediterráneo al sur, con los estrechos de Gibraltar y Bósforo, y los Urales por el este. Pero también tiene unos estrictos límites en derechos y libertades, que el sádico asesinato de Navalni deja evidencia.
Las ejecuciones de disidentes son práctica habitual en la actual dictadura rusa. Fue muy llamativa en 2006, la muerte a tiros de la periodista Ana Politkovskaia, autora del libro La Rusia de Putin: la vida en una democracia fallida. Otros casos son menos conocidos, como el del político Boris Memtsov acribillado a balazos en 2015. Memtsov era viceprimer ministro de Boris Yelsin en 1998, cuando Putin llegó al cargo de director del Servicio Federal de Seguridad, sucesor del KGB. Fue asesinado entre otras cosas por su oposición a la guerra que acababa de iniciarse en el Dombás contra Ucrania.
Esa guerra, en su segunda fase, cumple el próximo sábado dos años. Con un frente de mil kilómetros, Rusia ha deteriorado la capacidad de defensa de Ucrania, a pesar del fuerte apoyo militar y financiero de Europa y Estados Unidos o las sanciones económicas contra el régimen de Moscú. Rusia ocupa unos 100.000 kilómetros cuadrados, alrededor del 20% del territorio ucraniano, porcentaje parecido a lo que significa Andalucía dentro de España.
Esta guerra injusta, ilegal y no declarada es un desafío a las democracias occidentales, que ha provocado una crisis económica considerable, con subida del coste de la vida y una inflación que ha elevado los gastos de producción. Muchas de las quejas de los agricultores del continente en las últimas semanas tienen su origen en las consecuencias de esta guerra. Entre otras, el paso del grano ucraniano para su exportación por tierra, ante el bloqueo marítimo ruso.
Con esta estrategia, Putin gana posiciones y desgasta a las opiniones públicas con colaboracionistas peculiares. La connivencia de los partidos ultranacionalistas europeos con su régimen, los elogios y coqueteos de gente como el húngaro Orbán, la francesa Le Pen, el italiano Salvini, el holandés Widers o el entorno de Puigdemont, coinciden con una incierta neutralidad de la izquierda. En España, Podemos, Izquierda Unida o el BNG apostaron por un No a la guerra y una supuesta solución diplomática del conflicto que habría dejado a Ucrania a merced del ejército y los mercenarios rusos. Y no. Esta dictadura rusa, agresiva, expansionista, desentendida de los derechos humanos no es Europa. Pero es un peligro militar y un hábil agente desestabilizador que condiciona su futuro.
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