Cambio de sentido

Ruido

La batalla cultural más ramplona también se libra por la oreja

Me provocan cierta ternura ontológica esas personas que se quejan del ruido según la procedencia ideológica del mismo. Ruido es lo que ellas digan. Una callejera cantando cuplecitos una noche de febrero es ruido, pero su propia aspiradora a todo trapo a las ocho de la mañana es la música celestial. La centuria macarena y peripatética dándolo todo la tarde del Jueves Santo es estridencia, pero una batucada es libertad. El festival de rock de turno, ruido. La tómbola, ruido. Mi dolby surround con los helicópteros de Apocalypse Now pasándote a ti por debajo de la cama, no. Los afiladores, ruido. El rugido de mi harley, gloria. Las campanas del domingo, ruido insoportable. Tu perro, ruido. Mi periquito, un tenor. El griterío de las niñas jugando al pilla pilla, ruido. Sin embargo, el aeróbic playa por megafonía que practicas donde veraneas está estupendo, casi tanto como el Sobreviviré del Dúo Dinámico que pusiste en bucle cuando no podíamos escapar. Lo que yo diga es santa palabra. Y tú te callas. El tonto del móvil y la corbata en el AVE, ruido, salvo -claro está- que ese tonto de móvil y corbata sea uno mismo. Manifestación, ruido, mayor o menor según lo que se reivindique. Cabalgata, bien. Cabalgaba del Orgullo, menos bien. Una vecina manda callar a un grupo de adolescentes que se mueren de risa juntos a una hora muy prudente: no lo puede soportar. La batalla cultural más ramplona también se libra por la oreja.

No estoy pidiendo tolerancia impía con los ruidos, ni hoy voy a entrar a valorar tanto el papel de las administraciones en la materia como nuestra actitud y sensibilidad en cosas tales como el respeto o la intransigencia. En no pocos casos, el prójimo próximo que no es como nosotros molesta y, por tanto, que se exprese sabe a ruido. La llamada "cultura de la cancelación", en principio tan ajena a nuestra mentalidad, es la elongación natural de esto que digo. También la confusión pretendida y artera de los límites de la expresión con asuntos tan deleznables como el acoso o la agresión verbal. Y aquí ya entran, con fanfarrias, quienes defienden o atacan la libertad de expresión según el tema que se trate.

Las ciudades mudas, esas en las que no se habla en los buses, entristecen tanto como las ciudades tomadas por el bafle, la estridencia y los stands. Nuestra relación con el ruido, el propio y el de los demás, es una buena medida de la sensatez, la dicha y el respeto que flota en el ambiente. De esa medición, el resultado es pobre.

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