El discurso del Rey por Navidad (en realidad poco tiene de discurso "de" Navidad) es ocasión altamente propicia para que los analistas políticos demuestren sus facultades. Cada frase mínimamente indicativa es examinada con microscopio, cada gesto regio sometido a un escrutinio sólo comparable a las operaciones de los augures con las vísceras de sus víctimas. Siempre fue así, pero lo de este año supera todas las marcas establecidas.

La inanidad del discurso en sí -algo en lo que coinciden hasta los más fervorosos rapsodas dinásticos, que han llegado a proponer el aburrimiento como una de las cualidades de un discurso real- ha desviado la atención hacia los menores detalles del escenario: que si tales libros, que si el Nacimiento se veía o era ocultado, que si la foto familiar elegida... Del mismo modo que los kremlinólogos de aquellos tiempos eran capaces de detectar los más sutiles movimientos de la cúpula soviética mediante la disección de las tribunas de autoridades en las grandes ocasiones del régimen, entre nosotros han aparecido una nueva clase de experto: el zarzuelólogo, el perito en escrutar las relaciones del Rey con el Gobierno socialcomunista a través de detalles imperceptibles que, en realidad, a nadie importan.

La cuestión que sí debe importarnos, me parece, es la siguiente: ¿Es libre el Rey de hacer a los españoles el discurso que considere necesario y conveniente? Si la respuesta es sí, tenemos un problema mayúsculo, porque simplemente Felipe VI no estaría a la altura de las circunstancias, de lo que exigen el momento y la nación. Tendríamos que llegar a la conclusión de que lo sucedido el 3 de octubre de 2017 fue una mera alucinación y que nuestras esperanzas de regeneración nacional junto a un rey patriota carecen de toda base. Pero si la respuesta es no, estamos ante un monarca secuestrado, al que se le dicta cada palabra que sale de su boca y al que se le impide la relación con su pueblo. Secuestrado por un poder que, si así fuera tal como parece, estaría haciendo tabla rasa de los equilibrios constitucionales, que de abuso en abuso -sentencias del Constitucional lo avalan- podría estar incurriendo en la mera ilegitimidad. No sería la primera vez que algo así sucede en nuestra larga historia. Ya en el siglo XV, por remontarnos lejos, hubo casos semejantes aunque su expresión fuera, como cabe esperar, acorde con aquellos tiempos. Lo que sabemos por la Historia es que siempre terminaron mal y, además, siempre perdieron los que le echaron un pulso al Rey.

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