La tribuna

ángel Rodríguez

Cuando el Rey abdica

EN una monarquía parlamentaria, una abdicación no es exactamente un vacío de poder, ya que el Rey no ejerce poder alguno: ni siquiera tiene el poder de abdicar. El nuestro ha anunciado su decisión de hacerlo al presidente del Gobierno, pero es éste el que debe prestarle su consentimiento, y después serán las Cortes Generales las que deberán aceptarla. La abdicación, como cualquier otra forma de sucesión en el trono, es un hecho inusual, pero no implica ninguna excepcionalidad desde el punto de vista constitucional.

Ahora bien, es innegable que la abdicación de Juan Carlos se produce en un escenario económico, social y político convulso que, para empezar, afecta de manera muy directa a su propia familia. Aunque sólo los muy jóvenes o los muy desmemoriados podrían caer en el error de pensar que estos últimos meses condicionan, hasta el punto de ponerlo en negativo, el balance de sus casi cuarenta años de reinado, lo cierto es que ni el Rey ni la Monarquía pasaban por su mejor momento en nuestro país. Por eso mismo, la abdicación puede concitar todo tipo de expectativas.

A mi juicio, las que más se alejan de la realidad son las de los que opinan que es ésta la ocasión esperada para instaurar, por fin, la República (me refiero a la República como forma de Estado, pues lo cierto es que los valores republicanos de libertad, igualdad, democracia e imperio de la Ley están desde hace tiempo presentes en nuestro país). Tengo para mí que esa forma de pensar es heredera de lo que la República significó en el pasado, la alternativa democrática a un régimen autoritario que sólo podía advenir mediante un cambio revolucionario propiciado por un momento de crisis (la dimisión de Amadeo I, en el caso de nuestra primera República, o las elecciones municipales de 1931 y el exilio de Alfonso XIII, en el caso de la segunda). Sólo desde ese imaginario, hoy ya desfasado, se puede seguir pensando que el mejor momento para instaurar una República es ahora que un Rey va a ser sustituido por otro y, dejándose llevar por la emoción que sigue evocando el término (¡La República!), llegar a convencerse de que ésta (probablemente presidida, pongamos por caso, por el actual presidente del Gobierno), acabaría como por ensalmo con el paro, la corrupción, los desahucios y la amenaza del cambio climático.

La decisión de cambiar nuestra jefatura del Estado monárquica por otra republicana deberá, sin duda, someterse en algún momento a referéndum (uno de los de verdad, no un intercambio de opiniones en las redes sociales), pero la Constitución no permite hacerlo al hilo de la abdicación. Instaurar la República exige una reforma constitucional agravada, es decir, aprobada con mayoría reforzada en ambas Cámaras por las Cortes, y por dos veces, con unas elecciones convocadas al efecto entre una y otra para ese fin, y después un referéndum popular de ratificación. Nada que ver con el breve proceso que ahora se inicia y que culminará con la proclamación del nuevo Rey.

Mayor comentario merece, a mi juicio, la opinión de los que, alentados en parte por la alusión que hizo el propio Rey al anunciar su abdicación a la necesidad de dar protagonismo a una nueva generación, piensan que junto con un Rey nuevo ha llegado también el momento de una nueva Constitución. Va de suyo que el nuevo Rey nada podrá decidir sobre esa hipotética reforma constitucional y que en una democracia consolidada como la nuestra no sería posible pedirle al Monarca que liderara ese proceso de cambio al estilo de cómo hizo su padre con la transición que permitió terminar con el franquismo. Sí es cierto, sin embargo, que la proclamación de Felipe podría contribuir a generar en nuestra clase política el imprescindible clima de acuerdo y sosiego necesario para abordar las reformas constitucionales cuya necesidad (aunque no su diseño) está desde hace tiempo diagnosticada por los expertos. Afortunadamente, ello no depende del Rey sino de las Cortes y, en última instancia, de todos nosotros, que seríamos llamados a las urnas para, en su caso, refrendar ese cambio constitucional.

En pocos días, el nuevo Rey deberá comparecer en las Cortes Generales y, para ser proclamado, renovar el juramento que como Príncipe de Asturias hizo ante ellas al cumplir la mayoría de edad: guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y las Comunidades Autónomas. Si la idea de cambio constitucional fragua en nuestra clase política, su discurso de coronación, al que tanto Gobierno como oposición habrán dado su consentimiento, podría llegar a tener tanta importancia como el que pronunció su padre una ocasión similar.

Hemos tenido tan malos reyes en nuestra sufrida historia política, que decir que Juan Carlos ha sido uno de los mejores no es una afirmación que haga justicia a su labor. Que llegó a ser mejor que su predecesor será, sin duda, uno de los mayores elogios a los que podrá aspirar su hijo.

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