Revuelta al cole

Las vocaciones, cuando son verdaderas, no hay profesor ni inconveniente que las malogre

No es sólo la luz de melocotón maduro de agosto; también nos anuncian la vuelta al cole las conversaciones de los amigos. Es una vuelta de tuerca al corazón de los profesores. Ayer hablaban de los malos profesores. Yo salté a la arena, aun a riesgo de que mis amigos pensaran que lo hacía en defensa propia o llevado por un corporativismo ciego. Es un tema mucho más importante.

Primero, ¿quién decide que es malo un profesor? Sus razones tendrá, sí, pero eso uniformará a todos los profesores según su patrón de carácter, de exigencia, de método o, incluso, de ideología. Y una parte importante de la educación de los alumnos estriba en saber adaptarse a unos profesores y a otros distintos. Como los alumnos son también de su padre y de su madre, a menudo el profesor que unos consideran malísimo es el que cambia la vida de otros. Cuanto más variado sea un claustro de profesores, mejor para el alumnado.

Después, pongamos que hay alguno objetivamente malo. Siempre que no sea pésimo o se salte la ley, enseñará a sus alumnos, además, a apechugar con él. No es mala enseñanza si tenemos en cuenta con cuantos jefes, compañeros, conocidos o saludados hemos tenido y tenemos que apechugar los mayores. ¿No hablamos de la importancia de un aprendizaje significativo y de unos contenidos prácticos? Pues ¿qué más útil?

Por último, se alega que un mal profesor puede hacer que alguien termine odiando una asignatura o puede malograr una vocación. Mi experiencia con las vocaciones es que, si son verdaderas, no hay espanto que las malogre. De hecho, la vocación se nota en eso: en que puede con todo. No recuerdo qué poeta aconsejaba a los padres cuyo hijo les dijese que quería dedicarse a la poesía que les diesen una paliza. Si abandonaba la idea, eso de lo que le habían librado. Si persistía, era poeta sin solución. No digo llegar a ese extremo ni de broma; pero tampoco pensar que las vocaciones de nuestros hijos las tengan que acunar y arropar las tiernas manos de unos profesores amantísimos como si fueran sedosos vendedores, entrenadores personales o couching managers.

Nada de lo cual obsta para que cada profesor intente mejorar siempre, trabaje por el bien de sus alumnos y ame su materia. La exigencia se presupone, pero no es la mejor idea dejarla tan en manos de quienes tienen, sobre todo, que exigirse a sí mismos o, en su caso, a sus hijos. Porque al final termina confundiéndose todo.

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