Cuando escribo estas líneas desconozco cuál es el sentido de la decisión tomada por el Tribunal Constitucional ante la presentación de un recurso por el gobierno de la nación contra la decisión del presidente del Parlament de Cataluña convocando la sesión de investidura y proponiendo a Puigdemont como candidato. Sí sé que será una decisión controvertida, que sus efectos no serán sólo jurídicos sino fundamentalmente políticos y que, quizá, la decisión acabe provocando efectos no deseados, tanto en términos de imagen de España en el extranjero, como de cohesionamiento de las bases independentistas como de fractura en la hasta ahora magnífica unanimidad entre todos los miembros del Constitucional a propósito del desafío y desvarío catalán.

Espero, deseo que Carles Puigdemont no sea investido presidente de la Generalidad de Cataluña, sea detenido más pronto que tarde, conducido a prisión, juzgado por los graves delitos que sin ningún género de dudas ha cometido -delitos perpetrados, por cierto, ante las cámaras de televisión, en horario de máximo audiencia y ante el desconcierto y escándalo de todos los demócratas- y, si así procede, condenado por ellos. Pero este deseo, que, tengo la sensación, comparten la mayoría de españoles de bien no me lleva a ver con simpatía la presentación de ese recurso. Cierto es que no hacerlo puede suponer a los ojos de muchos la aceptación política de un sujeto huido, perseguido por la comisión de delitos gravísimos y cuyo único objetivo es seguir haciendo lo mismo. Pero creo que la presentación del recurso es un error político con efecto boomerang, pese a que al menos aparentemente sea apoyado tanto por Ciudadanos como por Partido Socialista.

El asunto es complejo por múltiples motivos. El gobierno tiene, conforme a la Constitución, plena legitimación para interponer el recurso. Es también evidente que la opinión del Consejo de Estado, necesaria para la presentación del recurso, carece de valor vinculante: el gobierno puede desoír, como ha hecho, su dictamen y proceder como mejor le parezca aunque, y por algo será, no suele hacerlo jamás; Y también resulta claro que en el único supuesto remotamente parecido, el Plan Ibarretxe en 2004, el TC inadmitió el recurso.

Cualquiera que sea el sentido de la resolución del Constitucional, habrá que rezar para que la decisión de la vicepresidente no acabe provocando una fractura donde no la había, para que no inflame y exalte los ánimos independentistas y para que el Estado no sea ridiculizado. Y ya de paso para preguntarnos cómo es posible que quepa la posibilidad de que un individuo en la situación procesal de Puigdemont pueda ser investido: el problema está en la raíz.

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