COMO todos los años cuando llega la hora de cambiar de agenda, me dedico durante media hora a ver las cosas que he hecho durante al año que termina (o que no he hecho, aunque tuviera previsto hacerlas). Y una vez más compruebo que no hay nada más raro que la vida que uno lleva, por muy sedentaria y llena de rutinas que sea esta vida. Y eso que este año no veo ni demasiada actividad ni demasiados viajes. Veo una anotación, "Tombuctú", pero no se refiere a ningún viaje a África, sino a la lectura de una novela de Paul Auster (horrorosa, por cierto) que tenía que hacer para un taller de narrativa. No lamento que fuera sólo una lectura. Si alguna vez me gustó la vida en la carretera, ahora echo de menos la mecedora en el porche y la vida sin demasiados sobresaltos. Y a ser posible, una canción como It´s a dream, de Neil Young, sonando de fondo.

Pero, a pesar de todo, he vivido algunas cosas extrañas. Contemplé la curva del río Guadaíra, bajo la lluvia, en compañía del futbolista Oumar Kanouté (cuyo padre nació no muy lejos de Tombuctú), que es una de las personas más inteligentes que he visto en mi vida, pero no sólo inteligente, sino bondadosa y serena (cuando sonríe, uno percibe un nimbo dorado alrededor de su cabeza, como en los frescos de Piero della Francesca). Le pregunté a Kanouté si conocía las pinturas africanas de Miquel Barceló y me dijo que no, pero estoy seguro de que las habrá buscado y ahora sí las conocerá. Y quizá algún día, en el Hogar para Niños Huérfanos que Kanouté está construyendo en Bamako, habrá un dibujo sobre papel de esos niños cultivando un huerto y escuchando a su tía adoptiva y a su maestro (Kanouté me dijo que en África no se concibe la vida sin una familia y un maestro, lo que nos demuestra quiénes son los civilizados y quiénes son los bárbaros de esta historia).

Luego veo otras anotaciones que me traen recuerdos que ya se habían convertido en humo. Un coche en medio de la campiña cordobesa, escuchando las canciones de Bo Didley en un programa de Radio 3. O una cascada en un bosque del sur de Francia, junto a un pueblo en el que sólo vivían 91 personas y que había sido una hilatura en tiempos de Luis XIV. O el cruce del paso fronterizo entre Ceuta y Marruecos, a pie, por el pasillo reservado a los europeos, mientras cientos de marroquíes se agolpaban en una especie de túnel vallado. "Vayan por allí y se evitarán los tumultos", nos dijo un policía, y en el otro túnel se oían gritos y empujones, y yo me pregunté qué habría sentido si me obligaran a pasar todos los días por aquel túnel atiborrado de gente cargada de bultos dos veces más grandes que su cuerpo.

Pero se acaba el espacio y el año se termina y todos nos disponemos a entrar en otro túnel que nos llevará no sabemos a dónde. Buen viaje a todos.

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