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Rafael Sanchez Saus

Rectores en la encrucijada

TODAS las universidades del mundo poseen colecciones de retratos de sus rectores que atestiguan su antigüedad y contribuyen al razonable culto que toda gran institución debiera profesarse a sí misma. Las españolas, paralelamente a la de sus rectores, podrían mostrar la de ministros del ramo que, en las últimas décadas, han sido capaces de cargarse o de reducir a la inacción para gloria propia y escarmiento de entrometidos. Y es que, en España, un ministro que caiga en la tentación de intentar reformar los pétreos cimientos socialistas sobre los que descansa la universidad pública a los treinta años de la LRU debe saber que, en primera instancia y a modo de aviso, está abocado a sufrir una asonada de rectores, antesala de la imparable inquisición mediática y de la hoguera. Pero lo que no han podido ministros quizá lo consiga la crisis que arrebata todos los capisayos bajo los que se disimulaban las llagas ulcerosas de la vida española, su mala calidad sin apenas excepción.

El Estado dedica anualmente unos seis mil millones de euros, es decir, un billón de pesetazas, a sostener el enorme artefacto universitario crecido al amparo del boom demográfico de los sesenta, de la imprevisión política, de los intereses profesionales de las castas docentes y de la tolerancia de una sociedad que no exige gran cosa a sus universidades con tal de tener estabulada y sabiamente adoctrinada en lo políticamente correcto a la juventud. Si al final del ciclo la pobre formación no asegura saber ni empleo, al menos persiste la singular ventaja de que ésta no supone coste directo de importancia para las familias y las empresas. Un chollo para todos si no fuera por el pequeño detalle del billón anual que se entierra, necesario hoy para otros urgentes menesteres, y de que el resultado de tamaño esfuerzo no puede ser defendido ni por los más listos de la clase.

Los rectores se quejan con razón de los tremendos recortes que los Presupuestos de 2013 acuerdan para la financiación de las universidades públicas. Se corre, sin duda, el riesgo de que lo único que las diferencia, un poner, de las cubanas -la financiación generosa- desaparezca. Pero, junto con el quejío, debieran proponer alguna solución. Lo de considerar el gasto universitario como inversión y no como tal gasto en los presupuestos suena a broma indigna de personas de tanto talento. No se percatan nuestros magníficos de que, como dijera el tantas veces citado Hölderlin, allí donde está el problema, está la solución. Gracias a la crisis, este mostrenco sistema universitario tiene la gran oportunidad de reformarse a fondo. O eso o morirse del todo, lo que me temo que sucedería, y lamento mucho decirlo, entre la mayor indiferencia social.

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