Reconocimientos

Antonio Cáceres trajo a Andalucía propuestas culturales que exigían atrevimiento

El libro de poemas La luz más quieta de Antonio Cáceres, publicado en la Colección Vandalia, recibe en estos días merecidos elogios de Jacobo Cortines, Juan Lamillar y otros poetas y amigos. Es el reconocimiento que cabe esperar de un poemario bien sedimentado y lleno de vivencias literarias. Pero algunos de sus lectores, al mismo tiempo, que leíamos obra tan lograda, nos han llegado viejos recuerdos de otra faceta de su autor y sería buen momento para recordarla. Hace un par de semanas, en ese espacio dominical ya justamente sacralizado, El Rastro de la Fama, Luis Sánchez-Moliní, en su entrevista a Antonio Cáceres, aludió a sus años de entrega a una labor que marcó plenamente la vida cultural de esta parte de Andalucía. Sánchez-Moliní lo resaltaba muy bien, pero quizás se puede insistir en ello, aunque con riesgo de herir la natural modestia de Antonio Cáceres. Sobre todo, porque su apuesta, hace ya unos años, desde su cargo institucional, por un determinado tipo de cultura no se ha prodigado por estas tierras del sur. Supo, con fundado criterio, eludir qué sobraba y elegir qué faltaba. Con el fin de no insistir en lo que todo el mundo esperaba y aplaudía (es fácil imaginar qué tipo de cosas) y abrirse e indagar en propuestas que exigían atrevimiento (por ejemplo, aquellas insuperables ciclos de cámara con los mejores cuartetos de cuerda del mundo). Era arriesgado, pero necesario para que los andaluces comprobasen y sintieran que esta tierra, sin olvidar sus raíces, también debía adentrarse en otras manifestaciones artísticas. Fue una forma callada y sutil de romper, desde dentro, con atavismos y tradiciones que impedían ver que hay un más allá. Y los que disfrutamos de aquellas iniciativas suyas debemos recordarlo para agradecérselo, a la par que leemos ahora La luz más quieta, su nuevo refugio intelectual. Un refugio merecido, tras aquellas batallas culturales que, entonces, sí eran verdaderos debates y no meros simulacros de pugnas ideológicas. Puede que este reconocimiento a la labor de Antonio Cáceres no sea más que una idealización nostálgica, desde la distancia, de un tiempo ya pasado. De todos modos, quizás valga para dar testimonio de una época en la que muchos despachos institucionales, como el suyo, tenían las puertas abiertas, y gente ilusionada, diversa y activa, entraba y salía con ideas, sueños y expectativas. Eran, en efecto, otros tiempos, pero por qué no recordarlos. Tal vez sirvan todavía de ejemplo.

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