Razas y raíces

El miedo a la inmigración ha reactivado discursos, no tan lejanos, que parecían proscritos para siempre

De niños pasamos tardes enteras hojeando la vieja edición de una enciclopedia de las razas humanas, ilustrada con preciosos grabados, que dataría como mucho de mediados del siglo, pero cuyo planteamiento, hasta donde podemos recordar, seguía anclado en una perspectiva colonial a caballo entre el paternalismo más o menos bienintencionado de los exploradores y una idea de la supremacía blanca tan extemporánea como pintoresca. Cabe suponer que los autores serían sesudos y reputados antropólogos, pero los juicios morales que acompañaban a la descripción de los tipos y costumbres no diferían demasiado de los que se reflejaban en los tebeos o las novelas de aventuras, un filón para los estudiosos que luego han analizado el perdurable imaginario del racismo en la cultura popular de Occidente. Los amarillos eran taimados, astutos y crueles. Los negros, holgazanes y mendaces. De los fenicios se destacaba no sólo su innata propensión al mercadeo, sino su gusto camaleónico por el disfraz y una sensualidad obsesiva y enfermiza. La seudociencia de la raciología, que alcanzaría su máximo predicamento durante los años de anteguerra, cayó en el descrédito tras los horrores del nazismo, y también entre nosotros, por ejemplo, la celebración de la raza -o de las razas, como en el poema de Darío- daría paso a la de la hispanidad, un concepto asimismo vaporoso que al menos obviaba el componente genético para incidir en la cultura compartida. Pero los estereotipos, tal vez por inercia, continúan teniendo una vigencia soterrada. Hace décadas que los verdaderos científicos nos explican que la diversidad de las comunidades humanas, tan estrechamente emparentadas que de hecho remiten a una sola originaria, no permite hablar de diferencias relevantes entre los pueblos y menos aún adjudicarles vicios o virtudes derivados de una concepción determinista que sin embargo, pese a su absoluta falta de rigor y al rastro hediondo que ha dejado en la Historia, sigue siendo suscrita, aunque la enmascaren, por los ideólogos del odio. El miedo a la inmigración ha reactivado discursos, no tan lejanos en el tiempo, que parecían proscritos para siempre, prestigiados ahora entre sus partidarios con la ambigua etiqueta de lo incorrecto. Que entre estos haya gente que dice defender las raíces cristianas -recuérdese cómo el venenoso Chamberlain, uno de los padres del arianismo, calificaba a Ignacio de Loyola de vasco degenerado- sólo revela el alcance de su ignorancia o peor aún el de su impostura. Esas raíces existen y forman parte, junto a la herencia humanista, de la corriente que alumbró la idea de una fraternidad universal más allá de las fronteras.

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