Alguien ha dicho que con Rajoy se marcha uno de los últimos políticos analógicos que quedan en Europa. Es, creo, una observación acertada. Si hay algún rasgo que pudiera apreciarse neutralmente en la figura de don Mariano sería justamente ése: su pertinaz anacronismo. Tercamente inmune al cambio de los ritmos y de los tiempos, él siempre ha sido fiel a su tradicional modo de entender el gobierno de lo público. Y miren que la suerte -la mala suerte- le ofreció innumerables oportunidades de adaptarse o de traicionarse, que todo es según el color con que se mire. Desde el lejano y manipulado Prestige hasta el compromiso de salvar a España de un rescate letal al que casi todos estúpidamente le empujaban, pasando por el horror de Atocha, el ascenso de los populismos, la tiranía de las redes o el dislate supremacista, todo lo administró con su peculiar coherencia, con esa forma tan funcionarial y tan suya de lidiar cada morlaco que se le iba cruzando en el camino.

Ha cometido, sin duda, errores de bulto. Aplicó demasiadas veces soluciones viejas a problemas nuevos, minusvaloró la comunicación en un mundo hipercomunicado, desoyó con aparente e inexplicable frialdad el crujir de las calles, confió en exceso en la menguante fuerza de la inmovilidad frente a una realidad en constante movimiento. Pero -en esto no se equivoca- nos deja un país mejor que el que recibió. Las cifras no mienten: la caída del desempleo, el relanzamiento de la economía y la innegable vuelta a la senda del crecimiento son obra suya. Con todos los reparos que quieran oponérsele, logró alejarnos de un desastre que, por momentos, parecía inevitable.

Sale de escena, al cabo, con rarísima generosidad. No era fácil de sortear la tentación de perpetuarse en la sombra, de intentar seguir manejando los hilos de un partido, el suyo, harto de soportar el lastre de tanto cadáver ególatra. Por la lúcida inteligencia de comprender que sus días pasaron y por su convicción democrática en la libre destreza de cuantos se quedan, Rajoy merece un sincero elogio.

Irse, lo que Jordá llama el arte de perder, es una de las cosas más difíciles que el destino a todos nos depara. Rajoy lo ha hecho como él es: sin victimismo ni duelo, con la sencillez de quien ha de doblar una esquina, con la elegancia también del que renuncia a esperpénticos epílogos. Quede, pues, su historia en manos de la Historia: ella, serenamente distante, dará y quitará razones.

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